Leyes y desobediencia
P. Bujalance
lunes 15 de junio de 2015, 11:35h
Entre la llamada a la desobediencia de Ada Colau respecto a las ‘leyes injustas’ y la pitada al himno en la final de la Copa del Rey en el Nou Camp hay vínculos notables. El más evidente es la consideración por parte de muchas de las leyes, de los símbolos y demás elementos derivados de la Constitución, que no son bienes que nos correspondan a todos por igual ni que hayamos ganado entre todos, sino que son impuestos por instituciones ajenas a su identidad.
Con respecto a la citada pitada (más allá de la patética pantomima: quien pita a la autoridad se delata como vasallo, subalterno, parte del rebaño, signos todos ellos contrarios a la autoridad de quien se sabe libre y autónomo, diga lo que diga su DNI), muchos recordarán el ‘modelo francés’, con la suspensión de partidos internacionales donde se producen afrentas similares y la espantada de Chirac y otros mandamases a cuenta de tales disturbios. Pero es conveniente recordar que la Marsellesa recibió los pitos de los espectadores durante los partidos en los que la selección gala se enfrentó a las de Túnez y Argelia, países en los que buena parte de su población considera que el proceso de descolonización tiene a día de hoy cuentas pendientes (pero esto merecería otro artículo). Por el contrario, los vascos y catalanes afines al pito consideran que España actúa respecto a sus territorios como una maquinaria colonial en la que no se sienten en ‘casa’. El himno es por tanto, para ellos, una fuerza invasora.
Cuando Ada Colau habla de desobediencia se refiere a las Leyes del Estado, y aquí hay que andar con mucho más tiento. Thoureau preconizó la desobediencia civil, inspiró a Ghandi, Martin Luther King y abrió un cauce por el que ahora quiere colarse la ‘alcaldable’ de Barcelona. La desobediencia civil es legítima, y de hecho varios de sus postulados han sido asumidos por la socialdemocracia; ahí está la objeción de conciencia, en su acepción militar, fiscal o sanitaria invocada por personas de diversa ideología, para demostrarlo.
Pero las sociedades cuentan hoy con una instrumento clarificador del que carecía Thoureau (quien si apelaba, con razón, a la Constitución de los Estados Unidos de América): la Declaración Universal de Derechos Humanos. Lo demás es ganga.
Por más que salga la pesada de Lucía Caram comparando a Artur Mas con Ghandi, elevar el debate político a la categoría de estado de sitio es hacer trampa. Una cosa es una ley injusta y otra una ley que no nos guste, sobre todo cuando el marco del que emana, insisto, es democrático y por tanto competencia de todos.
El problema es que desde la Transición se han dado muchas cosas por sentadas. Hace falta una relectura de la Historia de España en clave de derechos conquistados, no de vencedores y vencidos. Nadie se ha preocupado por facilitarla . Y ya está saliendo cara.