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Cuernos a la francesa

Xavier Bru

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
Creo que se debe condenar el espionaje periodístico, la publicación de fotos y la elevación de la privacidad de François Hollande a categoría universal. Pero aun si el irresponsable cotilleo se cubre con el impúdico velo según el cual las escapadas nocturnas afectan al buen gobierno o a la seguridad de Francia, o rozan concomitancias con la mafia corsa. ¡Venga, no seamos fariseos! El “caso Hollande” no existe. Son ganas de hacer ruido. Él, su pareja, su ex pareja y su o sus amantes ya se apañarán.
A ver, todos esos que, disfrazados/as para la ocasión de monjas preconciliares, simulando escándalos podrían explicar a sus auditorios en qué afectó la bigamia de Mitterrand al curso de la historia de Francia. O incluso al día a día de la política, o a un detalle, por desapercibido que hubiera pasado. ¿Fue Mitterrand mejor o peor presidente por el hecho de tener dos familias? ¡No! ¿En qué afectó a la obra de Víctor Hugo su bigamia? Ante una pequeña lista de bígamos célebres temblarían las cofias de monja y quedarían estupefactos el resto de los mortales. Y ante la otra lista, la de los/as infieles que disponen de muy merecidos monumentos en las calles y plazas de Europa, se tendrían que echar al mar. ¡Con el ordenador atado al cuello y si puede ser enchufado! Si Hollande es un mal presidente, no lo es por tener una amante.

El deshonor es para los medios franceses, que han faltado al buen nombre y a la extraordinaria tolerancia de su país. Si recordamos la novela francesa, de Lacios a Flaubert, o las películas que se basan en ella, observaremos en el asunto de los cuernos que los franceses ganan de lejos el campeonato mundial. Tolstoi condena a Anna Karenina a morir bajo las vías del tren porque él era un puritano. Madame Bovary se suicida porque el puritano, además de imbécil, era su marido. Flaubert se limita a denunciarlo de forma magistral. Se halla una cita definitiva de la ejemplar diferencia francesa en las famosas y nunca bastante alabadas, ni muy leídas, Cartas persas de Montesquieu. Una vez vilipendiados los harenes y los serrallos donde los poderosos de Oriente recluían a las mujeres, en la Carta XXXVIII el autor alaba la libertad y la igualdad de su sociedad en cuestiones amatorias. El autor de El espíritu de las leyes, no un cualquiera, llega a afirmar con orgullo, refiriéndose a las sanas costumbres francesas: “...Si fuéramos desgraciados en calidad de maridos, siempre encontraríamos el medio de indemnizarnos en calidad de maridos. Para que un hombre pudiera quejarse con razón de la infidelidad de su mujer, el mundo sólo debería tener tres habitantes; siempre que haya cuatro, todos quedarían contentos”. Así aseguraba el filólogo el equilibrio entre las balanzas matrimoniales.

Dado lo cual, que cada pareja, o cada trío, se lo monte como le apetezca. La fidelidad depende de la profundidad del sentimiento, no de la moral pública. Quienes no comparten esta convicción tampoco pueden considerarse autorizados a juzgar a los demás. Ni a presumir que un gobernante es un peligro público porque un día le dio en el culete al niño, mintió a su hermano o le pone los cuernos a su pareja.

El presente y el futuro que deseamos los partidarios de la libertad y la autonomía del individuo comporta admitir con toda naturalidad que en un banquete de gala entre presidentes de diferentes países la primera dama (concepto execrable y desfasado) sea del mismo sexo que el mandatario o quien acompañe, o que acuda con un hombre y al cabo de un año con una mujer, o al revés.

En nuestros tiempos, por fortuna, para estar juntos deben desearlo dos, y para separarse basta con que uno lo quiera. Pero esta conquista, tan extraordinaria, es nueva y hay que defenderla como un tesoro. En otros tiempos y sociedades, las mujeres debían sufrir una falta de libertad que a menudo convertía su vida en un infierno. Recordemos, en homenaje a todas ellas, unos versos inmortales que leí, si no me falla la memoria, en el cementerio viejo de Barcelona. Traduzco: “Aquí descansa por fin / el pendón de mi marido / ahora podré dormir / porque sé donde ha yacido”.

Aquí paz y en Francia gloria.
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