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Tribuna

El deporte y la pureza de la raza

El deporte y la pureza de la raza

Andrés Castaño

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
Hace meses, el gobierno vasco elaboró un plan para promocionar los deportes autóctonos. Se trata de deportes rurales practicados desde hace siglos como las carreras con sacos, la recogida de mazorcas, el levantamiento de fardos o el arrastre de piedras, hasta completar un total de 18 disciplinas cuya práctica se pretende impulsar como “señas identificadoras que trascienden de lo deportivo a lo social”. La iniciativa fue bautizada como Plan Estratégico de Herri Kirolak 2006-2010, que en román paladino significa una especie de Juegos Olímpicos castizos. Esto sigue aparentemente la estela de los antiguos griegos. Ellos idearon una competición entre los campeones de las distintas ciudades que servía para mantener un atisbo de unidad por encima de que ocasionalmente guerrearan por culpa de algún incidente fronterizo. El deporte reforzaba estos vínculos. Los griegos así lo entendían y por eso boxeaban, corrían o lanzaban la jabalina con escrupuloso espíritu olímpico (otra de las disciplinas era la música, con lo que también fueron los precursores del Festival de Eurovisión).

Ahora bien, los deportes incluidos en el listado del Gobierno vasco requieren individuos de gran fortaleza física y aquí es donde Ibarretxe y sus mariachis abandonan al barón de Coubertin para ejercer de discípulos de Gobineau, el diplomático francés que repudió el mestizaje y prestó varias ideas al nazismo. Según la página web del Departamento de Cultura hay dos tipos característicos dentro de la raza vasca: el de la fuerza, al que pertenecen los individuos con masas musculares desarrolladas, y el de la velocidad, de carnes blandas al tacto. Y como la mayoría de deportes rurales practicados por los vascos requieren individuos del primer tipo, el colofón inevitable es lograr que el mayor número posible de vascos se conviertan en personas con masas musculares muy desarrolladas.

Enviar a dos millones de personas al gimnasio para que puedan arrastrar piedras no es propiamente un programa olímpico, sino algo sutilmente ajeno al deporte. Los cinco aros de la bandera olímpica no tienen colores distintos por casualidad. Simbolizan una lejana aspiración de fraternidad universal a la que el deporte contribuye. Sin embargo, utilizarlo para diferenciarse del otro es una tentación demasiado fuerte. Y peligrosa. Imaginen que el primer campeón mundial de recogida de mazorcas sea un japonés de metro cincuenta que sigue dieta de sushi y no de pimientos rellenos. A Hitler le ocurrió algo parecido, organizó los Juegos Olímpicos de 1936 para demostrar la superioridad de la raza aria y tuvo que entregarle cuatro medallas de oro a Jesse Owens, un negro de Alabama que prefería el jazz antes que a Wagner.

El mentado Gobineau distinguía tres razas “puras”, levantaran o no piedras: la blanca, la negra y la amarilla. Como él mismo era blanco, situaba a la primera por encima de las otras dos. Estos disparates siempre resultan mejorables a cuenta del Rh o cualquier otro pretexto y Himmler, el jefe de las SS, supuso que la raza perfecta sería la resultante de aparear a un centenar de sus soldados más puros con otras tantas esculturales doncellas de la Noruega ocupada (uno de los frutos de aquel experimento fue Frida, la cantante de Abba). Aquello terminó de la única forma posible. Himmler se suicidó, las noruegas se quedaron en Noruega y los SS marcharon disciplinadamente hacia un campo de prisioneros. Hay ideas que ni siquiera puede cargarlas el Diablo. El Diablo no es idiota.
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