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El Sábado 8 terminó la cuarta edición del Festival Internacional de Jazz, con lleno en el campo de fútbol

Bob Dylan: un concierto entre el mito y el despiste

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
Aún no había caído el sol sobre Collado Villalba cuando, a eso de las nueve y cuarto, salió al escenario Bob Dylan, que, cumpliendo con el esquema previsto, empezó con Maggie’s farm, el tema con el que en los últimos meses abre todos sus conciertos.
Se trata de una de las canciones que en su momento, a mediados de los 60, le encumbraron a la categoría de mito, denostado por los puristas del folk y en tierra de nadie para los rockeros.

Cuatro décadas después, sigue a lo suyo: esquivo, huidizo, parapetado tras un teclado y ataviado de riguroso negro como un cowboy de vuelta de todo. The times they are a-changin’, otro clásico, fue la canción que cayó en segundo lugar: la enésima reinvención de sí mismo, despistando al personal hasta que el estribillo se intuye y por fin sus seguidores -muchos (más de 8.000 llenaron el campo de fútbol)- pueden completar una particular quiniela. Los hay, como el ex Héroes del Silencio Enrique Bunbury, que le han seguido en los cinco conciertos que ha ofrecido en su minigira española. El de Duluth juega con el público, para desesperación de algunos y gozo de otros. Lo que es seguro es que con él no hay un concierto igual a otro. El de Villalba no fue una excepción, y en esta ocasión con la suerte además de encontrar a Dylan en su mejor versión. Tuvo 20 minutos centrales un tanto densos (ni siquiera Mr. Tambourine Man sonó como debía), pero la recta final fue inapelable. Primero con Master of War, de su segundo álbum: un alegato contra la guerra que sigue de plena actualidad, luego Desolation row (reconstruida hasta el extremo) y más tarde Summer days, una de las pocas canciones de la última etapa que caen en sus directos. Eso sí, si hay que buscar un momento en este concierto, ése es para Highway 61 revisited, lo mejor de largo, recobrando un empuje que a veces parece en segundo plano. El pasado sábado en Viajazz sonó como lo que es: un gran tema de rock, el salvaje sonido del mercurio. Una muesca en el imaginario colectivo que recorre varias generaciones, desde los contemporáneos de Dylan, que va por los 65 años, hasta algún carrito de bebé, agitado entre armónicas, teclados y guitarras.

Hubo famoseo, pero sobre todo un público mayoritariamente joven (y muchos también rejuvenecidos) que encontró en Like a rolling stone el gran momento que esperaba. El autor de Blonde on blonde tampoco falla en los bises, siendo paradójicamente predecible cuando la mayor parte de los temas que interpretó casi necesitan de manual para ser descifrados: la primera propina estaba clara, y también la segunda, una enérgica y quebrada revisión de All along the watchtower.

Y después, con la noche ya cerrada, se fue sin mediar palabra. Tampoco hacía falta.

Fuegos artificiales: luces y persistentes sombras

Terminó el concierto de Bob Dylan y al final se quemó un castillo de fuegos artificiales, poniendo luz a un festival en el que sin embargo persisten algunas sombras. En el apartado artístico, por la falta de riesgo y por haberse alejado de la idea inicial, renunciando a convertirse en un referente en el circuito del jazz. Pero en donde sin duda hay que poner más luz es en el apartado de los costes: al menos un millón de euros teniendo en cuenta únicamente el caché de los artistas y la producción. B.B. King y Bob Dylan fueron quienes congregaron a más gente (5.000 y más de 8.000 personas), y aún así, el resultado de multiplicar el público por el precio de las entradas deja un importante saldo negativo del lado del Ayuntamiento.

El pasado domingo, se publicaba en La Razón un interesante artículo sobre la incesante proliferación de festivales en una y otra punta de España, en muchos casos como resultado de la iniciativa privada y en otros con el impulso de los correspondientes ayuntamientos. Es el caso de Villalba. El concierto de Bob Dylan ha supuesto un desembolso de casi 330.000 euros, y a ese ritmo es fácil pensar que el próximo año podemos ponernos bastante por encima de esa cifra. Es una situación que puede llevar a disparates como el de contratar por más de 3 millones de euros a los Rolling Stones en El Ejido, una ciudad que seguro que tiene muchas otras preocupaciones que contar con la presencia de sus satánicas majestades. Quizá el festival que se lleva la palma en cuanto a presupuesto es el Summercase, en Boadilla del Monte y Barcelona. 9 millones de euros. Lo organiza una promotora privada, que se mueve en este terreno y que ya buscará la manera de hacer rentable una iniciativa de este tipo. El riesgo existe, pero en el caso de los ayuntamientos, en donde hablamos del dinero de todos, conviene jugar sobre seguro. Finalmente, en cuanto a organización, dos aspectos que deberán ser mejorados: la escasez de aparcamiento y el acceso de la gente al recinto, que demanda mucha más agilidad (el concierto de Bob Dylan empezó y aún había numerosas personas a la espera de entrar al campo de fútbol).
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