La matizada voz de Art Garfunkei y la brillante actuación de Ornette Cileman, lo mejor del festival
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Ornette Coleman, durante su actuación (Foto: JUAN CASANOVA) |
Nostalgia y riesgo en el séptimo ‘Galapajazz’
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
Hasta el año que viene, probablemente de nuevo en el campo de fútbol, aunque la cubierta del velódromo ya estará terminada para entonces. Galapajazz se cerró el sábado con un buen sabor de boca en cuanto a la organización, dudas despejadas respecto al emplazamiento, nostalgia tras la actuación de Art Garfunkel y razonable asistencia de público en un festival que se presentó demasiado tarde y que aún así sigue estando entre las citas más importantes del intenso verano cultural en la Comunidad de Madrid.
A los sonidos flamencos de José Mercé el miércoles 28 de junio, de los que dimos cuenta en la edición del pasado viernes, les sucedieron el jueves los ritmos ochenteros de Mark King y sus Level 42, más suyos que nunca después de resolver un litigio que había tenido paralizada a la banda durante años. Consiguieron poner al público a bailar a base de bajos en profundidad y teclados que remiten al funk y la música disco. Jazz, no demasiado, pero en un festival decididamente ecléctico como éste -y en general como casi todos, desde Viajazz a San Sebastián- apuestas de este tipo contribuyen a oxigenar las cosas.
Eso sí, lo mejor de esta séptima edición fue jazz en estado puro, en recinto cerrado (el teatro Jacinto Benavente, que registró llenó total) y para una audiencia reducida (400 personas). El precio, 35 euros, demuestra que la gente sabe lo que quiere y que está dispuesta a pagar por ello. Pasó hace dos años con Paco de Lucía y de nuevo ahora -aunque a otra escala- con Ornette Coleman. El veterano saxofonista dejó grandes momentos en la segunda jornada del Festival de Galapagar. Vestido con un traje azul eléctrico, una camisa verde y coronado por su característico sombrero, Coleman, creador de la corriente free jazz, desplegó durante una hora y media un repertorio en el que las armonías y los ritmos tenían tanto valor como las melodías: de hecho, el conjunto rítmico que completa el cuarteto, con Tony Falange (bajo acústico), Al McDowell (bajo eléctrico) y su hijo Denaldo (batería) juega un papel decisivo en su música.
Siempre ha sido así, y también ahora, aportando profundidad, riesgo y audacia a unos temas que parten de un planteamiento único y que, por encima de la improvisación, esconden recortes estudiados y sorprendentes a un tiempo. La parte melódica corresponde casi en exclusiva a Coleman, con melancólicos solos de saxo que remiten a un jazz de otro tiempo, en blanco y negro, pero que también suscribe sin complicaciones el esquivo término de la vanguardia. Lo suyo sí lo es, y como muestra la despedida que se marcó al violín, un instrumento poco habitual en el jazz: saltándose las reglas, tocando a veces como si se tratase de un contrabajo o una batería, haciendo de él un elemento más rítmico que melódico, y conservando en cualquier caso el diálogo armónico con el resto del cuarteto. Un concierto único, en el que los ritmos se quiebran y las melodías rompen las cadenas.
El viernes abrió la jornada en el campo de fútbol el también saxofonista Bobby Martínez, explorando el filón del jazz latino, con tópicos pero también aciertos, y a continuación le llegó el turno a Herbie Hancock: más jazz y de nuevo notable tirón entre el público que llenó el recinto. El pianista norteamericano se rodeó de una banda heterogénea (Lionel Loueke -guitarra-; Richie Barshay -batería-; Matt Garrison -bajo- y Lili Hayden -violín-) a la que en ocasiones cedía un excesivo protagonismo. Pasajes geniales alternaron con otros más densos, aunque en todo caso demostró su conexión con la música contemporánea más allá de los géneros: hubo momentos de jazz clásico, pero también aires pop y algo de electrónica (los temas interpretados por Lili Hayden se acercaron a la Björk de Bailar en la oscuridad, frágil y a la vez contundente). Muchos lo esperábamos de otra forma, más urbano, quizá menos distante, pero aún así dejó momentos más que interesantes.
Y el sábado, con menos público de lo que se podía esperar para ver la actuación de Art Garfunkel, éste demostró que mantiene la voz en plena forma para las canciones que en su día compuso Paul Simon. Recurrió un par de veces a temas propios, pero la gente estaba allí para escuchar The boxer, El cóndor pasa, Cecilia, Mrs. Robinson o Bridge Over Troubled Water. Todas, y unas cuantas más, sonaron en Galapagar con corrección y una banda de sonido inmaculado, dejando hacer. Faltó algo de emoción, pero a los 15 minutos las clásicas tonadas de Garfunkel se impusieron a cualquier otra consideración. Se despidió -¿alguien lo dudaba?- con The sounds of silence, rematando una hora y cuarto de concierto. Antes, Stacey Kent derrochó simpatía y una voz más limpia y cálida que, por hablar de otra figura del jazz vocal, la de la canadiense Diana Krall, que también pasó hace tres años por Galapagar. Lo dicho: el año que viene, más.