La democracia que no llega
Víctor Corcoba
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
Coincido con el presidente de la Asamblea General de la ONU, Miguel D’Escoto en que los nuevos tiempos exigen de una democracia inclusiva, yo diría que incluyente y participativa, donde todos debemos colaborar en la respuesta a los problemas que afrontamos. El diálogo, que es el abecedario de la democracia, debe utilizar un lenguaje que germine del alma de todos, y no tanto del credo de los políticos, para que fructifique el entendimiento humano.
La apuesta por una democracia auténtica conlleva transparencia de acción, lejos de cualquier manipulación instigada por grupos de presión que, en vez de proponer, instan a imponer opiniones que adoctrinan. La ética tiene que brotar del interior del ser humano como a borbotones germina el agua de la tierra. Por eso, la democracia tiene que ser una actitud de vida de cada persona y, como persona, debemos considerar su opción. Hay que ir más allá de los procedimientos democráticos, de la regla de la mayoría, que no deja de ser un abuso de la estadística; debemos ir a la captación de los valores que inspiran esa democracia: la dignidad de toda persona humana, sea el mundo industrializado o del mundo pobre, el respeto a los derechos humanos, la asunción del bien global como fin de sociedades humanas.
Una verdadera democracia debe ser comprensiva, pero no débil, y máxime en los tiempos actuales en los que habitan legiones de ciudadanos-lobos con piel de cordero. El equilibrio de poderes supone la constante vivencia y convivencia con el sentido común y la conciencia crítica. A este mundo podemos y debemos mostrarle una democracia auténtica sobre una base firme y sólida constituida ante todo por la estima al otro. Cuando se violan los derechos inalienables de la persona, se está violentando el significado de lo que somos. Por desgracia, en la globalizada sociedad de hoy, falta esa autoridad moral capaz de guiar al mundo y de fortalecer el valor de la ley natural, el único bastión válido contra el capricho del poder que todo lo quiere gobernar para sí o contra las argucias de la manipulación sectaria.
La democracia debe humanizarse para poder humanizar a la humanidad. No se puede injertar confusión, estar ausente, negar el auxilio del corazón a un corazón se que hunde en la miseria. El mundo de los cuerpos cultivando el odio, las cúspides poderosas de la venganza, el desorden de algunas políticas, lo único que hacen es enterrar los valores de la democracia. ¿Hasta cuando las naciones más poderosas de la tierra van a a seguir derrochando bienes, mientras las pobres se mueren de hambre? La pobreza afecta ya a 400 millones de africanos. Esto no es poesía, es una verdadera injusticia. El bien y el mal se confunden adrede. La hipocresía es un valor en alza. Se activan fuegos contra inocentes, se jerarquizan espacios, se expropian y apropian vidas, como si se tratase de un divertimento comercial. El inmenso poder de los mercados financieros de la tecnología y de los asesores sin escrúpulos que manejan los hilos del poder, parecen emplearse a fondo para adoctrinar, hasta cambiar el genuino signo lingüístico, de lo que representa el significante y el significado de la vida humana. Expandir y cimentar desde gobiernos democráticos asesinatos como el aborto y la eutanasia, institucionalizar la mentira y el amiguismo, acabará siendo un mal irreparable para la democracia del que costará reponerse.
Sin unos principios morales en cartera, reconocidos y exigidos tanto a la ciudadanía como a los poderes, hasta la más pomposa democracia degenera en dictadura, aunque tenga apariencias democráticas.