Algo más que palabras
La lectura por el absurdo de ley
Víctor Corcoba
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
Érase una vez un sueño, con pocas luces. Pretenden catequizarnos en el amor a los libros, bajo posturas borreguiles o sobre pastos descerebrados. La lectura por ley es una imbecilidad más. O por ley la lectura, tiene bemoles. Esto repele, por principio de inercia. Que me digan lo que tengo que hacer, y no cuenten conmigo, es una tomadura de pelo en toda la extensión del término.
Las bibliotecas no son de la santa devoción de las gentes porque tienen las mismas barreras de siempre. No se adaptan a nuestros horarios de ocio. Nos quedan lejos del barrio. Tienen pocos libros de interés que nos calmen la curiosidad, nos curen las penas y humanicen. En el caso de que sean poseedores de volúmenes ancestrales, hablo de los clásicos de siempre, ¡qué dolor siento de que vivan empolvados! ¿Dónde está la legión de animadores socioculturales para que estimule a desempolvarlos el pueblo?.
Rentabilidad humanizadora
Las instituciones poco pueden promover en colaboración, cuando de todos es sabido que se pisan unas a otras, en total desconcierto, actos culturales; se roban protagonismo, sobre todo si calzan etiquetas distintas, pensando antes en el lucro político que en la rentabilidad humanizadora. Es absurdo darle a los ciudadanos un catecismo normativo para que lean y permitir que las bibliotecas funcionen de mal en peor, o no existan, que el libro carezca de un precio reglado de protección, o que no se le considere un bien de consumo de primera necesidad. Un libro no es un objeto de decoración, es un amigo de compañía con el que dialogamos y nos enriquecemos. Habría que empezar por cambiar ese mal uso del libro y valorarlo en su justa medida.
Poco sentido tendrá el Observatorio de la Lectura y del Libro, si acaso para colocar algún desempleado político más, si no es reparador de estas contrariedades. Hasta ahora, el libro fuente ha sido el más marginado. Llegar a un buen libro no es fácil porque hay pocos catadores libres (o librepensadores) con capacidad de participarlo públicamente. La crítica imparcial no existe en un mercado de intereses. También contamos, por desgracia, con mayoría de autores que se reproducen como cucarachas, títeres de algún gobierno de turno que, a cambio, les han premiado con sustanciosos dividendos. Claro, que como de todo hay, tenemos más bien pocos, pero ahí están, casi siempre exiliados, los verdaderos intelectuales, aquellos que no suelen dejarse utilizar, e incomprensiblemente, por ello se les margina. Sucede lo mismo cuando al Estado o a la Administración le convertimos en editora. No tiene sentido. A más libros, no tiene porque haber más lectores. O cuando se crean círculos cerrados, elegidos por misteriosos jefes políticos, para impedir determinadas lecturas o talles.
Facilitar el camino
La pasión por los libros se consigue de otra manera, más profunda, más de raíz. Los cimientos de la lectura requieren otras independencias y aperturas, no precisan de normas en sentido estricto, más bien de hazañas silenciosas educadoras y educativas que nos hagan cambiar actitudes de vida. No lo mezclemos con la mano política. Es más bien un objetivo de todos y debe ser obra de todos. Esto si que genera adictos y adeptos. Lo único que puede hacer el Estado sería facilitar el camino y crear atmósferas que propicien el hábito de leer. No me parece de buen tino, ni tampoco de buen tono, que diría el poeta, a golpe de ley meter la letra por los ojos. Yo me quedo con Quevedo: “Vivo en conversación con los difuntos/ escucho con mis ojos a los muertos”. Esta norma conversadora, no impuesta, de beber las palabras desde la emoción, seguro que resulta una ocupación que acaba enganchando. El Estado, con tener abiertas las bibliotecas y bien surtidas, con profesionales auténticos, siempre en guardia y siempre con las luces de persuasión, como si fueran unos grandes almacenes, sólo con esto, ya surtiría de gozos leer como divertimento que es de lo que se trata.