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PUNTO DE VISTA

El zapatero complaciente

José Vilas (*)

miércoles 22 de octubre de 2014, 11:13h
El zapatero complaciente
Había una vez un país en el que gobernaba un zapatero complaciente. Naturalmente, era un país de fábula. En cambio, el zapatero era de lo más real. Tan real era que hasta casi era regio, pues el Rey del fabuloso país estaba plenamente identificado con su gobernante. Pero no crean ustedes que el zapatero aquel dispensaba sus favores a todo el mundo. No. Había que ganárselos. Pero a diferencia de la mayoría de los gobernantes, reales o fantásticos, no se granjeaban sus favores con el halago o la adulación, sino con el desaire, el desplante e incluso la amenaza.

Así, los caciques de las regiones más levantiscas del fabuloso país encontraban una amplia comprensión (unas veces abiertamente, otras de modo subrepticio) del zapatero gobernante a sus desaforadas pretensiones. Del mismo modo acontecía con los secuaces de las diversas iglesias. Cuanto más extraña era la religión a las costumbres del país y cuanto mayor potencial de sedición comportaban las prédicas de los clérigos, mayor era la complacencia del zapatero. Y así sucedía con todas las tradiciones y costumbres del país, de suerte que los adictos a ellas se preguntaban por qué Dios los había castigado con ese zapatero, tan complaciente con los sediciosos, tan esquivo con las gentes de bien.

Tal fue la perplejidad, y tanto se generalizó, que un escribano, y sus parciales, que aspiraban a sustituirlo en el oficio de la gobernación, pensaron que el mejor modo de lograrlo era adoptar la misma complacencia que el zapatero. ¿Por qué va a valer menos un escribano complaciente que un zapatero complaciente? No sé si, finalmente, lo lograrían, pues estas crónicas de los países de fábula, como La ideología alemana de Marx, suelen haber experimentado la roedora crítica de las ratas. No obstante he creído percibir, de los pasajes que los rattus críticos han dejado a salvo, el fracaso del escribano aspirante a complaciente. Los caciques sediciosos, conocido el desmedido alcance de la complacencia del zapatero, desconfiaron que de que la del escribano fuese mayor. Y los comunes del país, puestos a elegir entre bellacos, prefirieron también al zapatero, que sonreía más y mejor que el escribano (pero no se fíen mucho que la crítica de las ratas precisa de un hermeneuta más calificado que yo). Este país de fábula vivía, sin embargo, rodeado de repúblicas o naciones reales, cualquiera que fuese su constitución, en la infinita gama de variedades que se dan en el mundo. ¿Qué relaciones mantenía con ellas nuestro zapatero gobernante? Pues, esencialmente, de la misma naturaleza de las que entretenía en su fantástico país. Cuanto mayor era la hostilidad que los príncipes o tiranos de estas naciones le dispensaban, más amable y complaciente se mostraba el zapatero.

Me limitaré al caso más destacado: los agravios del vecino del sur del fabuloso país, gobernado por un déspota agresivo. So capa del argumento de contigüidad territorial pretendía este tirano apropiarse de algunos territorios del fantástico país. Y, en tanto no lo lograba, se complacía en humillar al zapatero, concediéndole sólo audiencia a su capricho. Y dio en elegir para la última, precisamente, una fecha de infausto recuerdo para el déspota, tratando así de lavar, ante sus desdichados súbditos, la imagen de su orgullo herido. Y allá fue el zapatero a soportar desaires y desplantes. En época de rebajas, con Londres a pocas horas, y con lo que gustan a la zapatera consorte estos deportes, cualquier otro habría dicho al tirano del sur: mejor lo dejamos para octubre, que va más fresco. Pero no dijo ni mu. ¡Ya hace falta ser complaciente¡.

(*).- Catedrático de Ciencias Políticas
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