PUNTO DE VISTA
J. Martínez
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Los resultados de las elecciones han sido muy aleccionadores. No oculto que esperaba los resultados de esta convocatoria con bastante tranquilidad. Consideraba que ambos líderes habían tenido la ocasión de comprobar por ellos mismos los errores que habían cometido, y estaba seguro, y lo estoy, de que han aprendido mucho de ellos. Los resultados obtenidos por los nacionalistas -sobre todo, los empeñados en hacer plebiscitos ilegales- también les harán reflexionar y, tras ello, rectificar en algo la trayectoria que han seguido. Más que nunca, veremos rectificaciones que a todos nos vendrán bien.
Es sano rectificar. La huida de la rectificación conlleva secuelas que producen sufrimiento intelectual y que suelen adoptar tres formas. En un caso se niega la evidencia y se quiere justificar que no hubo equivocación en su momento o que no se les entendió bien, que lo que es blanco es negro y lo que es negro es blanco. En otro, se procura pasar de puntillas por el asunto y si alguien se lo recuerda contraatacan recordándole a los demás los trapos sucios que guardan en su armario. La última es la menos frecuente, pero la más desconcertante. Dejan que pase el tiempo y después actúan en el sentido de la rectificación, como si no hubiese ocurrido nada, con la mayor naturalidad y como si el error anterior no hubiera existido.
¿De dónde viene ese miedo a la rectificación ¿De dónde sacan los políticos que rectificar es un signo de debilidad, de darle la razón al contrario? ¿Se trata de eso o se trata de pretender -lo que sería más grave- dar una imagen ante los gobernados de infalibilidad y de sabiduría absoluta? Si fuera esto último, nuestros políticos tendrían interiorizado un modelo de ejercicio del poder bastante obsoleto. Rectificar es de sabios, dice el refrán. Si los políticos no quieren ser sabios, serán ignorantes. Pero entonces que tengan en cuenta que con este título no pueden mandar ni en un club de petanca. El saber popular habla de las ventajas de saber rectificar, de darse cuenta de lo que se hace mal y de ponerle remedio. Un afamado multimillonario decía que si no hubiera cometido sus mejores errores no habría sido capaz de realizar los grandes ajustes del rumbo de su vida. Churchill decía lo mismo, aunque precisaba los momentos: “Es una gran ventaja que los errores de los que más se aprende se cometan pronto”. Rectificar es un proceso natural, porque no siempre tenemos toda la información, la experiencia necesaria o el juicio suficientemente formado a la hora de tomar decisiones. El que no rectifica, el que no reconoce que se aprende, renuncia a lo que es más característico del ser humano: su plasticidad, sus enormes posibilidades de extraer consecuencias de todo lo que acontece. Un político que no rectifica fortalecerá su imagen de firmeza, pero mostrará a cambio una debilidad mayor: su incapacidad para leer los acontecimientos, para entender el sentido de la evolución. Lanzará el mensaje de que los hechos y las situaciones que dieron lugar a una decisión no son un fluido que va variando conforme pasa el tiempo, sino que cristalizan y quedan estáticos.
La historia de la ciencia es la historia de la base del progreso y es el más completo catálogo de errores y rectificados que se haya podido inventariar. Si en las relaciones humanas no contemplamos la rectificación, las personas no tendrían segundas oportunidades ni posibilidades de cambiar, perderíamos algo tan hermoso como enderezar el rumbo y replantearnos el sentido de nuestra vida.
Y una última cosa. Rectificando se evitan muchas situaciones de espantoso ridículo. Se cuenta que un periodista incisivo iba entrevistando a un líder y le intentaba hacer ver que se había equivocado en algunas de sus decisiones. El político paseaba con el periodista y negaba, argumentaba, justificaba, pero sin dar marcha atrás. En un momento determinado el líder tropezó y estuvo a punto de caerse. Un movimiento brusco, resuelto con un escorzo atrevido en el aire, le evito caer al suelo. Su entrevistador vio aquí la oportunidad de que, al fin, su entrevistado reconociera algo. Le preguntó: “No me negará que ha tropezado”. La contestación fue: “No. He ensayado un paso de baile que se me acaba de ocurrir”.