ALBERTO MARTÍNEZ
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Recuerdo que hasta no hace mucho se les calificaba de ‘crímenes pasionales’ por lo que gozaban de mayor tolerancia ciudadana y menor factura penal que cualquier otro delito de similares consecuencias por aquello, se decía, que un mal momento lo tenía cualquiera y hasta en la mayoría de las ocasiones el criminal aparecía como víctima (celos, honor, circunstancias...). Pues bien, si ahora estamos lejos de aquella moral cortijera no es tanto por la evolución de la sensibilidad viril cuanto por la rebelión de la infantil. Claro que en estos hechos que a diario se lamentan y se condenan, influye la educación y, por tanto, los valores que la conforman empezando por el que se constituye en el principal y de más peso, la televisión y sus sorpresivo despeñadero hacia el vertedero estético -oasis de la basura-que tanto nos gusta y por eso es imprescindible un rearme educativo desde los niveles más elementales y primarios hasta tratar de moderar el inconsciente colectivo -si fuera posible- en contra de todo abuso del fuerte sobre el débil.
Pero no nos engañemos. Este tipo de delito suele producirse en estado de exasperación antisocial, de clímax destructivo que, frecuentemente incluye al propio delincuente, aunque, por lo común, con menos eficiencia que a su víctima.
Por ello pienso que las campañas de concienciación -quizá útiles a largo plazo- no suelen tener influencia alguna frente al crimen de mañana y de ahí mi preocupación sobre si la permanente reiteración de la noticia En prensa, radio y televisión) y el obsesivo contador que le acompaña no funcionan, en la práctica, como recordatorio o incentivo para quien, en su delirio irracional, lo último que se plantea atender son las demandas sociales.