Luces y sombras
Manuel J. Ortega
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Lo que menos me gusta de estas fiestas es que hay que salir, comer, beber y divertirse, sí o sí. Otra cosa es la comida anual del periódico, que el pasado viernes celebramos en el Restaurante Viva Galicia, donde Plácido, su propietario, nos volvió deleitar con unas exquisitas viandas donde no faltaron los productos gallegos. Porque lo de comer con los compañeros siempre me ha parecido magnífico, ya que, aparte de compartir mesa y mantel, algo poco habitual durante el resto del año por exigencias del trabajo, soy un enamorado de la larga y relajada sobremesa donde puedas hablar de aquellos temas que por las prisas del devenir diario suelen quedar siempre relegados a un segundo plano. Además, en este ágape nos dimos la satisfacción de rechazar la oferta del ministro Solbes, optando unánimemente por el entrecot y el cogote de merluza en vez de apuntar al conejo. Todo resultó perfecto, o casi, porque debo confesarles que a mí me hubiese gustado (¿y a quién no?) volver a los veintitantos años para poder tomar un par de copas sin preocuparte que al día siguiente puedas llegar a tener las mismas secuelas que si hubieses bebido una botella. Y es que la edad no perdona, como tampoco perdonan los agentes de la Guardia Civil o la Policía Local (sirva esto de aviso a los navegantes más proclives al jolgorio) si te pillan superando las cifras de alcohol establecidas en el Código de la Circulación y también en el Penal en esos numerosos controles de alcoholemia que están montando estos días, tarde y noche, en los aledaños de los restaurantes, locales de ocio y en otras zonas estratégicas.
Navidad muy materialista
Pero volviendo al tema de la Navidad, debo confesarles que, precisamente, no soy un entusiasta de estas fiestas, tal vez porque se repite hasta la saciedad (con perdón para los ofendidos) la misma cantinela de siempre. Lo que más me agobia es ver tanta gente en la calle, tantas personas comprando, tantas luces de colores y tanto despilfarro en una época donde prima el consumo; donde los excesos campan a sus anchas mientras pasamos olímpicamente de esa gente que real y materialmente se ve imposibilitada de poder comprar unos modestos alimentos para poder confeccionar el menú de Nochebuena, algo que lamentablemente empieza a ser bastante habitual en una sociedad tremendamente desigual como la nuestra, donde coexiste la pobreza con la abundancia extrema. Y lo que ya me repatea es que algunos personajes y personajillos, que de todo hay en la viña del Señor, quieran aprovechar estas celebraciones para saldar las deudas que mantienen en su conciencia y que por su cobardía han sido incapaces de abordar durante el resto del año. Yo estoy convencido de que la Navidad no se inventó para desmadrarse, para embriagarse o para atiborrarse de comida, sino para reflexionar, para despertar unos sentimientos sinceros que sean capaces de mejorar nuestras relaciones con familiares, compañeros y amigos. O al menos eso es lo que venden con la boca grande los defensores de unas fiestas que teóricamente deben sustentarse en la confraternidad, en la paz, la amistad y la sinceridad, aunque después la demagogia de la vida nos demuestre lo contrario.
Un intruso con caché
Y para terminar con nuestro tema de hoy quiero dedicar unas líneas a Papá Noel, un intruso en estos festejos que empieza a gozar de gran admiración entre los más pequeños. Este viejecito barrigudo, de tez rosada, vestido con traje rojo y larga barba blanca, también conocido como San Nicolás y Santa Claus, se ha convertido en un serio competidor de Melchor, Gaspar y Baltasar. Cuenta la historia que Nicolás, nombre original de estos personajes, nació en el siglo IV en Mira (ahora Turquía), en el seno de una familia rica y acomodada. Desde su niñez se hizo popular por su generosidad con los pobres. Una terrible epidemia dejó sin vida a su familia, haciéndole heredero de una gran fortuna. A los 19 años decidió dedicarse al sacerdocio e invirtió todo su dinero en hacer regalos a niños pobres y huérfanos. Llegó a ser obispo de Mira.
Por todo esto y por otras muchas cosas que prefiero callarme para que luego no me tachen de aguafiestas, les diré que lo único que me queda claro todos los años durante estas celebraciones es que la Navidad tiene la obligación de ser la fiesta por excelencia de los niños, porque dos semanas sin colegio, con espectáculos variopintos, con cabalgas, con calles engalanadas y con juguetes (lo del carbón ha pasado a mejor vida), es motivo más que suficiente para llenar de alegría a nuestros pequeños. A ellos mi enhorabuena, y a todos ustedes ¡Felices Fiestas!.