Opinión

Las arcas vacías y la corrupción

Tribuna

Víctor Corcoba

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Unos días, cuando se constituyan los Ayuntamientos, después de haber celebrado las elecciones el pasado 27 de mayo -a mi juicio con menos libertad de la debida y todavía bajo las siglas impuestas y cerradas de los partidos políticos-, quien resulte proclamado alcalde tomará posesión ante el pleno de la Corporación. Tal nombramiento debiera hacerse extensivo a todo el pueblo o ciudad, le votasen o no, fuesen de un signo político o de otro, porque al fin y al cabo el corregidor es la imagen de una colectividad.

Por encima de la belleza externa de las plazas y edificios, de parques y jardines, está un estilo de vida de sus moradores o los que ha de representar en su conjunto, le guste más o menos. En este sentido, la incompetencia de algunos ayuntamientos es manifiesta, sin transparencia ni control alguno, y con déficit alarmante en el funcionamiento de servicios básicos.

Este desmadre, por desdicha, tampoco es nuevo. Literatos de todos los tiempos enamorados de las ciudades y pueblos han registrado en las páginas de sus obras los rasgos característicos de concejos, villas y vecindades de su tiempo, las ironías de la justicia social, los enfrentamientos entre camarillas o los propios dimes y diretes del intendente en el poder, unas veces para ser ridiculizados y otras para ser ensalzados, que de todo tiene que haber en la viña del Señor. Los tiempos cambian, la diversidad cultural reina en los municipios, el progreso tecnológico nos resta tiempo y apenas nos conocemos ni los vecinos, pero la literatura, que para serlo necesita siempre una expedición hacia la verdad, surge en cualquier esquina como sueño dirigido para narrar tanto los desafueros como las composturas. Díganme si no: ¿Será exceso literario hacer cumplir las ordenanzas y saltarse a los “suyos”? ¿Será sordera literaria dirigir y no someterse a la escucha ciudadana? Ya me dirán cómo puede ser protagonista el ciudadano de a pie de su Ayuntamiento, a no ser el día de las votaciones, si la participación ciudadana es un cuento en una arquitectura de novela.

Ser alcalde es como ser un poco poeta, siempre en guardia y siempre como guardián de la convivencia. La retahíla de competencias es grande, cada día más, a veces sin orden ni concierto, porque las arcas están vacías y habría que superar la asfixia económica, que no debe pasar por una subida de impuestos o venta de terrenos para financiarse. Otras veces se olvidan competencias en las que no hace falta incrementar el gasto, y que son fundamentales, como ser siempre respetuosos con los valores esenciales del pueblo o la ciudad. Los bandos mismos que se dictan o reglamentos que se publiquen han de ser aglutinados sobre la base de una recta concepción de ciudadano, donde la persona como tal sea la más importante. ¿Cuántas veces se ignora este criterio y se difunden edictos al capricho de la autoridad? Por otra parte, insisto en que los ayuntamientos han de abrirse más a la ciudadanía, ser verdaderas casas del pueblo, donde se respiren los auténticos valores de una auténtica democracia, que es tanto como decir: la dignidad de todo ser humano, el respeto a sus derechos, la asunción del bien general.

Entre las imperfecciones del sistema democrático, la corrupción política es una de las más graves epidemias que sufre el pueblo soberano, porque traiciona los mismos poderes del Estado, los principios de la ética y valores que son preámbulo constitucional. Por así decirlo, algunas infectadas autoridades, entre los que proliferan una buena legión de concejales y alcaldes, aparte de haberle dado con sus corruptas actuaciones un corte de mangas a los normas con total descaro, debilitando así las reglas del espíritu democrático mediante todo tipo de sobornos, han contribuido a que entre los gobernantes y gobernados exista una creciente desconfianza. El urbanismo no puede ser un panel de rica miel al que acudan los zánganos trajeados de autoridad. Desde luego, este tipo de actuaciones distorsiona de raíz el papel de los ayuntamientos y de sus regidores, la credibilidad de sus programas y de sus proyectos, no fáciles de llevar a buen término, puesto que la misma sociedad es cada día más heterogénea y fragmentaria, no carente de ambigüedades y contradicciones.

Es hora, pues, de que los alcaldes tomen el timón democrático bajo los honores de la libertad y se pongan a atender y entender a todos los ciudadanos.