Opinión

La triste historia de las inmigrantes en Alemania

Un español en Alemania (122)

Jose Mateos Mariscal | Martes 31 de agosto de 2021
Una publicación recopila las duras condiciones de vida de las extranjeras en Alemania. No hay que viajar muy lejos para saludar de cerca a la infamia…

Los condenados de la tierra, como les llamó Frantz Fanon, no están a miles de kilómetros, en el tercer mundo. Los tenemos aquí al lado. En Europa, España, Alemania, Holanda… al lado.

Quizás no se vean. O no queramos verlos. Pero han huído de la pobreza en sus países de origen y se han vuelto a encontrar con ella una y otra vez, como si fuera una sombra que les persigue allá donde vayan. El Centro de Información a Trabajadores extranjeros de Europa ha publicado ‘Buscar la vida: una ecografía de las mujeres inmigrantes en Alemania’.

Mi serial recopila historias terribles, pero reales. Y que nos recuerda que en las sociedades modernas y desarrolladas hay mucha miseria. No económica, claro, pero sí humana. ‘Un español en Alemania’ ha dado voz en esta publicación a seis inmigrantes. La lectura de sus testimonios es como volcar un cubo de agua de fría en la cabeza de alguién que se ha quedado dormido. Un despertar amargo. Como el de Alicia, española de 31 años, que llegó a Alemania con su hija de cinco en el 2013. Escapó de España de desahucio en desahucio para proteger su dignidad y la de su pequeña y cambió una buena situación económica por un empleo de asistenta de hogar. En un momento de sus andanzas por Alemania tuvo que buscar un piso con calefacción, dados los problemas respiratorios de su hija. Y cuando encontró uno, a buen precio, el casero le contestó: «Yo no trato con Gitanas».

Vejaciones

Y es que ‘Un español en Alemania’ también cuenta la historia de Gloria, cubana, de unos 30 años. Su experiencia está tristemente salpicada de vejaciones y humillaciones.

Gloria narra cómo una vez, estando en casa de una señora, ésta le obligó a levantarse a las tres de la madrugada a limpiar la caca de su perro. Y cuando ella se negó, ésta la echó de su casa. «Tuve que dormir esa noche debajo de un puente». Acabó trabajando en un club de alterne porque alguién de aquí, vecino nuestro, le dijo que era la forma más idónea de reunir dinero. Unos cuartos que ella necesitaba para que pudieran operar a su madre en Cuba. Al leer su testimonio, cuando trabajaba de prostituta, hay un momento en el que parece que todo se detiene y la crueldad alcanza su grado máximo. Y Gloria dice:

«Jamás me había tocado pasar lo que yo sufrí en ese club; había veces que salía con ganas de ir al baño porque ya no aguantaba más, la barriga ya no me daba más para aguantar la cochiniza tan grande que llevaban los hombres en el cuerpo; a veces, tenía a la persona encima y las lágrimas se me salían porque era algo que... me... Y a base de eso yo empecé a beber mucho».

Mi serial cuenta, además, cómo en la mayoría de los casos muchas de estas mujeres sufren la incomprensión de un marco normativo sobre extranjería que no garantiza siempre el respeto a los derechos fundamentales. sostienen que estos casos «lejos de ser biografías son experiencias desgraciadamente ordinarias y comunes».

Las mafias

Y para ilustrar este caso, apelan al testimonio de Helen, una mujer nigeriana que vino engañada por una mafia, que sufrió racismo y que tuvo que trabajar en la calle para poder pagar el falso viaje al paraíso. «Tú lo primero que tienes que hacer es saldar tus cuentas», le decían a Helen. Esta mujer trabajó de prostituta durante un año y medio para pagar 40.000 dólares a una mafia.

Helen cruzó media África engañada, poniendo en peligro su vida en numerosas ocasiones. Es la realidad que narra mi serial que recuerda que las estadísticas y los porcentajes, tan fríos, tienen nombres y apellidos. Y que vivimos en un mundo en el que muchos navegan por internet. Pero algunos, mientras, lo tienen que hacer en patera.

Jóvenes españoles en Alemania

Era una noche de mayo de 2018. Me senté en la sala de espera de la estació de trenes de Wuperttal con la expectativa de que sonara la megafonía que anunciara el el tren de las 22:00 horas con destino final a Remscheid.

En la demora observé que a mi alrededor había un grupo de aproximadamente 10
jóvenes españoles, entre ellos Francisco, un Ingeniero Comercial recién graduado con el que entablé una amable conversación. Me comentó que viajaban con contratos de trabajo para Alemania, les habían prometido un sueldo de 2.000 euros y permiso de residencia.

Francisco, ilusionado por el “sueldazo” que le iban a pagar por trabajar como cajero en una cadena de supermercados muy popular en Alemania me contó que permanecería cinco años en Alemania y, después, retornaría a España. Su proyecto era comprar una casa, mandar dinero a sus jubilados padres y montar un negocio que le permita cuidar de ellos. Con el sueldo que recibiría se proyectaba un futuro esperanzador. El asiento 42A del tren fue el cómplice de una nueva travesía. Una vez acomodado y sentado junto a la ventana conocí a María, una joven atractiva madre soltera de no más de 23 años; al igual que Francisco iba en el mismo grupo contratado por la cadena y empezamos a dialogar mientras el tiempo corría.

María nació en Cuenca (España). Era simpática, de carácter y fisonomía, de tez morena y algo tímida al comienzo hasta tener confianza. Ocupa el tercer lugar de entre cuatro hermanos. Mientras conversamos me contaba sobre sus aspiraciones, me dijo que su único deseo era casarse con un alemán, tener dinero suficiente para vivir bien y ser feliz -porque soy española y exótica-, me lo explicó con una sonrisa pícara. Percibí su entusiasmo. Pasó un poco más de año cuando, por casualidad, nos encontramos en Remscheid, tenía un aire diferente, no sólo en su look sino en su forma de hablar; era obvio que su acento había cambiado, la sentí más suelta y despreocupada.

Disfrutábamos de un café y me dediqué a escucharla. Me explicó, que trabajó junto a Francisco y los demás españoles en los supermercados, de lunes a sábado, alrededor de diez horas al día. El trabajo consistía en cargar mercadería, reponer producto que se terminaba de las estanterías, atender la caja y al mismo tiempo limpiar todo el establecimiento. Un trabajo para cuatro empleados que lo realizaban dos personas. Una vez cumplido el año de contrato, la empresa no les renovó más.

Casi todos los del grupo necesitaban emplearse de inmediato para mantenerse legales en el país. Sin preguntarle, me contó desanimada que le hacía falta un compañero para aguantar la lejanía. Decidida a buscarlo me detalló cómo buscó entre las discotecas algún rostro que manifestara su interés por desposarla (no creí que era un lugar adecuado para encontrar pareja, pero decidí no interrumpirla). En su afán por hallar el tan deseado afecto describió cómo las fiestas nocturnas de Alemania le ofrecieron hombres de todo el mundo dispuestos a cortejarla.

Entre noche y noche ella siempre se entregó, con la espera de que uno de ellos que amaneció en su cama, se quedara. Se casó con su tan esperado alemán, pero ninguno de los dos tenía trabajo estable. -Al menos no estoy sola-, expresó. Al comienzo, para sostenerse y enviar dinero a su pequeño hijo en España, se dedicó a limpiar casas, restaurantes, cuidar ancianos, en fin, labores mal pagadas pero fáciles de encontrar. Viéndose en necesidad apoyó a su cónyuge, los dos trabajaban en un bar por la noche y aunque él nunca la maltrató, de alguna manera la convenció para realizar un trabajo que ella técnicamente conocía. A diferencia de antes, esta vez cobraba.

Se quedó en el oficio porque la paga cubría el sueldo de un mes, el trabajo que le exigía pocas horas y la dejaba con tiempo libre durante el día.

«Yo solo quería un marido, y aunque lo tengo me siento sola, extraño mi familia, a mi
hijo, hago lo que hago porque nadie aquí me conoce en Alemania. Yo tenía razón, a los alemanes les encanta las españolas. Ahora me dedico a servir copas, ser cariñosa con los clientes y algo más. Lo bueno de todo esto, es que gano lo suficiente y no necesito estar deambulando en la calle para hacerlo».

¿Lo malo? -pregunté- No soy yo quién los escojo. Se necesita de alguien para no sentirse solo. A lo mejor yo estoy más perdido que tú -respondí-.

En resumen, como yo lo veía, el amor es una necesidad del alma, no un capricho del culo, no compartíamos la misma idea por lo que mejor callé. Ella tenía hambre por contarme todas sus cosas, la vi ansiosa por desfogarse conmigo de un solo tirón, me confesó que, aunque sonara feo su trabajo le gustaba, el amor ocasional que recibía de los hombres, la llenaba. En todo este tiempo no había encontrado amigos españoles que quieran escucharla o ayudarla, ni siquiera en su esposo podía confiar sus pensamientos.

«La gente tiene sus propios problemas y no tienen tiempo para aguantar letanías de los demás. La soledad es una gran compañera en la distancia y aunque cada día se
torna difícil, aprendes a convivir con ella. Desde que se es inmigrante, la gente
necesita expresar algo más que nunca, hablar y ser escuchado, por desesperación o
simplemente como una vía de desahogo», concluyó María.

María hoy en día continúa trabajando en el bar, la última vez que la vi estuvo enflaquecida. Me contó que visitó España un par de veces. Su familia piensa que ella trabaja de secretaria en una tienda oftalmológica como lo hizo mientras residía en España. En sus visitas ella asegura ser y sentirse igual como cuando tenía 23 años, antes de su primer viaje, y aunque compartió todo el tiempo con su familia confesó que en su casa está libre y a salvo.

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