El Faro | Viernes 24 de junio de 2016
A finales de los años 50, la Sierra empezó a convertirse en un destino privilegiado. Muchos madrileños trasladaban su residencia a esta comarca durante la temporada estival. Eran los tiempos del descanso lejos del horno madrileño de julio, de hacer excursiones, de tomar un café al caer la tarde en el bar de la plaza del pueblo, de montar en bici, de subir ‘La Mujer Muerta’ y el Peñalara, siestas frescas, conversaciones tranquilas, mucho tiempo libre y el viento de la noche.
Del veraneo, decía José María Peman en ABC: “El verano físico ha sido sustituido por un verano psicológico y por un verano cartesiano, completamente interior y creado subjetivamente por el veraneante. El verano no es un grado de temperatura, es un estilo de vida: Verano es no trabajar, no es acostarse hasta muy tarde, no es vestirse, no es pensar. Verano es creer que nada ocurrirá hasta octubre. Verano es aplazamiento Y todo esto suena todo muy bien, pero al final hay que hacer la compra. Por eso la Comisaría de Abastecimiento y Transportes habilitó por entonces unos camiones-tienda para vender toda clase de productos en los pueblos de la Sierra. Y es que hay que hacer la compra porque del verano es muy largo”.
A mediados de siglo pasado nuestros abuelos no hacían vacaciones, veraneaban. En aquellos años los vuelos ‘low-cost’ y las ofertas hoteleras por internet eran pura ciencia ficción. Nuestros abuelos no viajaban, cambiaban de residencia al llegar el calor. Lo normal era que, al apuntar los primeros rigores estivales, nuestras abuelas cogieran los niños, subieran a un tren y se trasladaran a la vivienda de la zona de veraneo tradicional de la familia y sus amistades. Pasado el primer mes, era el abuelo quien abandonaba sus quehaceres laborales en Madrid para unirse al veraneo familiar.
El destino de muchas familias era su pueblo de origen. Las clases más pudientes sentían una gran predilección por lugares emblemáticos de la costa española, como la playa del Sardinero (Santander), que en esos tiempos se convirtió en la residencia veraniega de las clases más pudientes de Madrid y Castilla. Lo mismo sucedería con la playa de la Concha de San Sebastián.
Tras la contienda civil, la Sierra del Guadarrama había pasado a un segundo plano para los veraneo, siendo el Seat 600 el que marcó un antes y un después en la forma de veranear en nuestros abuelos. Con la llegada de estos utilitarios, las clases medias descubrieron una nueva forma de conocer nuevos destinos. ¿Y qué fue lo más les volvió a atraer? Además de la cercanía a la capital, los impresionantes parajes naturales del entorno, su valioso patrimonio histórico y unos precios razonables que animaron a muchas familias a construir o comprar aquí su segunda residencia para veranear y, a medida que las infraestructuras mejoraban y facilitaban el acceso, pasar incluso los fines de semana.
Ramón y Cajal y Joaquín Sorolla
Las vacaciones en la Sierra solían ser bastante austeras y llenas de ceremonias. Los primeros días era obligatorio cumplir visita a todos los miembros de las casi infinitas familias que veraneaban o vivían en los pueblos serranos; lo siguiente era reunirse con los viejos amigos y, además, disfrutar de una vida imposible en la gran ciudad y de un entorno natural que, aunque modesto, se convertiría en el decorado ideal para todo tipo de aventuras veraniegas.
Los más adinerados para ‘tomar los aires’ se repartían entre San Lorenzo de El Escorial y La Granja de San Ildefonso (Segovia), lugares escogidos por los mismos motivos que San Sebastián. Tras ellos surge Cercedilla, una población que también fue elegida como lugar de recreo y descanso por personas relevantes, entre los que podemos citar a Santiago Ramón y Cajal y Joaquín Sorolla.
La clase alta, la única que podía permitirse el veraneo, precisaba en estos lugares de una estancia de acuerdo a su nivel social y económico, de ahí que empezaran a construir enormes edificios rodeados de grandes extensiones de terreno, algunos coronados por una torre, utilizándose una patrón arquitectónico similar, consistente en la colocación de ladrillo rojo en las esquinas del chalet y en los dinteles de las puertas y ventanas de todas las plantas. El auge del veraneo de élite demandó la construcción de nuevas infraestructuras y por ese motivo se inauguró en el año 1923 el ferrocarril eléctrico de Guadarrama que dio lugar a la aparición en Cercedilla de la selectiva colonia ‘Camorritos’, donde muchos de los chalets, rodeados de pinos, no eran visibles desde el exterior y, en San Lorenzo de El Escorial, la sociedad Abantos inició una serie de proyectos, malogrados todos ellos por cuestiones económicas, entre las que cabe destacar un casino y un tranvía desde la estación de ferrocarril a la zona alta del Real Sitio.
En los años resurge nuevamente el veraneo en la Sierra con la incorporación de cierta clase media compuesta principalmente por pequeños comerciantes. Nuevos lugares de destino aparecen, todos ellos situados en torno a las línea de ferrocarril Ávila y Segovia, inicialmente alquilando habitaciones para la temporada de verano las casas del pueblo con derecho a cocina y compartiendo el servicio con sus dueños. Aquí es cuando aparee el famoso ‘Rodríguez’, figura representativa del famoso marido que trabaja durante la semana, incluido el sábado, que es cuando llega por la tarde a la Sierra para reunirse con la familia, regresando a Madrid a última hora de la tarde del domingo o en el primer tren del lunes.
En la década de los años 50-60, los nuevos veraneantes a medida que sus recursos económicos lo permiten, se fueron haciendo propietarios al comprar parcelas que luego edificarían con estilo propio, generalmente en piedra. Eran sencillamente menores que los construidos a principios del siglo XX, pero bastante grandes si los comparamos con los actuales chalets individuales o pareados que hay en este entorno.