Antonio Porras
El Faro | Lunes 01 de junio de 2015
Los resultados electorales del pasado domingo han abierto una nueva etapa de gobiernos débiles, montados sobre equilibrios abiertos, aunque dotados de una mayor capacidad para expresar el pluralismo político de nuestro país. Estamos ante un nuevo escenario que requerirá un claro esfuerzo de aprendizaje entre nuestros representantes y donde la capacidad de gobernar dependerá en primera instancia de la capacidad de negociar.
Pero, por supuesto, no se trata de ningún cataclismo que rompa definitivamente con el panorama preexistente. Sigue existiendo un bipartidismo moderado, donde la excepcional mayoría conquistada por el PP en los anteriores comicios se ha enfrentado a las inevitables consecuencias del desgaste que trae consigo toda acción de gobierno en un contexto de crisis. Algo similar a lo que ha venido sucediendo en otras democracias europeas. Pero entre la crisis económica y el desbordamiento de los casos de corrupción, el declive de los dos grandes partidos (PP y PSOE) parecía ya una auténtica crónica anunciada; apenas superan ya la mitad del electorado. Cabe afirmar, por tanto, que el electorado español ha pasado factura por la lacra de la corrupción.
Es cierto que el impacto de los resultados sobre los principales núcleos urbanos levanta sensaciones de sorpresa, porque ni el PP es ya tan hegemónico en muchas capitales de nuestro país, ni el espectacular éxito de Podemos en Madrid, Barcelona u otras ciudades puede ser ocultado. Son acontecimientos de un gran impacto mediático y simbólico que condicionarán las sensaciones y la actuación de los principales protagonistas. Pero en una visión general del mapa resultante, la decisión del electorado no supone en rigor un cambio del orden establecido ni una voladura del sistema de partidos existente, sino una clara decisión de cambio dentro del sistema. Que al final vaya a ser la nueva fuerza de centro, Ciudadanos, la que se convierta o no en el partido ‘pívot’ encargado de determinar las alianzas de gobierno, dependerá ciertamente de un juego de geometría variable con resultados heterogéneos.
Ciertamente habrá que analizar la intensidad de la proyección de los resultados en la dualidad entre espacios rurales y urbanos. Por ahora parece claro que la progresión de las nuevas fuerzas, las que tratan de expresar la ‘nueva política’ que acaba de eclosionar, se apoyan predominantemente entre sectores urbanitas y jóvenes, mientras los espacios locales rurales presentan un mayor grado de continuidad respecto a las inercias anteriores. Pero del mismo modo se abre también un doble escenario de gobernabilidad entre gobiernos locales y autonómicos, con marcos jurídicos diferentes y seguramente estrategias diferenciadas entre los diversos partidos.
La eclosión del voto de la protesta refleja en todo caso con claridad el modo como se ha expresado la indignación popular frente a las consecuencias sociales de la crisis: fundamentalmente como una protesta urbana. Para la posterior reflexión quedará la cuestión de si Podemos ha acertado o no al limitar su representación de candidaturas en el conjunto de la geografía española.