Tribuna
L. Negro
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Además de las lenguas gallega, vasca y catalana, en España existen otras lenguas minoritarias. Incluso en Cataluña, concretamente en el Valle de Arán, muchas poblaciones de esta comarca del Pirineo hablan una lengua propia y distinta del catalán: el aranés, que cuenta con emisoras de radio e incluso alguna televisión local. En el caso de Aragón, se habla la lengua aragonesa (también conocida como ‘fabla’), y en una zona de esta comarca conocida como “la Franja” (la que está en contacto con las provincias de Lleida, Castellón y Valencia) se habla el catalán.
En Asturias se habla la lengua asturiana o bable. En León, en la comarca del Bierzo se habla una lengua prácticamente idéntica al gallego, y en Extremadura hay algunos pueblos que, por influencias históricas, hablan también el gallego. En Murcia existe el ‘panocho’, un dialecto con muchos aportes del aragonés, debido a un pasado histórico común.
Después de siglos sin ser utilizado en la Administración, iglesias o escuelas, el fomento de las lenguas locales comenzó a mediados del siglo XIX con el uso que de ellas hicieron reconocidos poetas y escritores de tradición local. Sin embargo, es importante reemplazar el paradigma que relaciona lengua, nación y Estado, ya que el idioma no crea una nación. Un idioma puede ser uno de los aglutinantes de una nación, pero no el determinante de ella, Por otro lado, en muchos casos la nación apareció antes que el idioma. Por ejemplo, en la Italia de 1860 sólo un tres por ciento de la población hablaba el toscano, pero poco tiempo después se convertiría en el idioma nacional.
Para Ian Buruma, autor del libro El Camino a Babel, “uno de los principales atractivos de una lengua coloquial, dialecto o jerga, incluso la principal razón para resucitarla o inventarla, reside en el hecho de que los forasteros no la entienden. Así, en cierto sentido, la lengua se convierte en una especie de santo y seña e incluso puede llegar a ser una llave de discriminación y no de integración.
La identidad no implica, necesariamente, una conexión entre cultura y lengua. La lengua es una seña de identidad importante, pero no exclusiva. Y las culturas pueden perdurar, incluso después de haber adoptado otra lengua. Ciertos sectores nacionalistas de Cataluña, por ejemplo, insisten en el “eje de cultura” desde Menorca (Comunidad de Islas Baleares, y extremo oriental de España, donde se habla menorquín, en definitiva una variante del catalán) hasta Fraga (localidad de la provincia de Huesca), Comunidad Autónoma de Aragón, y territorio que los catalanes consideran franja occidental de un hipotético territorio pancatalán, que, incluyendo a Valencia, denominarían ‘Germanias’. Y esto basándose no en la Historia, que por otro lado desbarataría completamente este planteamiento, sino en la existencia en este territorio de una lengua común (y minoritaria en el caso de la franja de Aragón), que es el catalán. Pero obviando la inconsciencia de este planteamiento, los idiomas nacionales estándares que se aprenden en las escuelas de la mayoría de los países de Europa (dejando de un lado que un número más o menos importante de personas los hable) son relativamente recientes. Así, por ejemplo, el flamenco enseñado en la Bélgica actual no es el lenguaje que las madres y las abuelas de Flandes utilizaban con sus hijos. Y lo mismo pasa con la normalización lingüística de las escuelas locales en España.
A finales del siglo XIX el concepto de nación en España, según el Diccionario de la Lengua Española, era “un Estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno”. También: “El conjunto de los habitantes de una provincia, país o reino”. El concepto de nación o nacionalidad, por tanto, no estaba -ya entonces- en absoluto ligado al de la lengua. Sí lo estaba, como ahora, de manera indisoluble, al de la ciudadanía.
La lengua debe servir para comunicar, en definitiva, unir a la ciudadanía y no para abrir fracturas en ella. Sin embargo, la tendencia en la actualidad en la mayoría de las comunidades autónomas de España es la de justificar su existencia en ser una nación, esgrimiendo la lengua como factor esencial de diferenciación, así como el de la búsqueda de un pasado histórico enraizado en la antigüedad más remota. Se confirma así la teoría de los historiadores Hobsbawm y Ranger, según la cual los fenómenos nacionales no se pueden investigar adecuadamente sin prestar una atención cuidadosa a la invención de la tradición.