MANUEL M. CARO
El Faro | Lunes 27 de abril de 2015
Un país en el que el número de habitantes retrocede y la tasa de mortalidad supera a la de la natalidad es un país a menos. Una sociedad en la que buena parte de sus jóvenes y, entre ellos, la mayoría de los más y mejor preparados se ven obligados a tomar las maletas y buscar trabajo por el mundo adelante, es una sociedad envejecida. Y no porque sus integrantes tengan unas expectativas de vida mayores
y de pasar la última parte de su existencia en condiciones dignas, sino porque la tasa de actividad y el sostén básico de la estructura económica y social, al margen de los incrementos de productividad por persona, pueden compensar parte y sólo parte del problema.
Una sociedad envejecida, en la que el número de habitantes desciende, es la sociedad de un país que va a menos. Y va a menos porque las políticas que se aplican no han sido capaces de enfrentarse
a los principales problemas que de forma viable y reiterada producen ese resultado. Es decir, las cosas están como están porque las élites, fundamentalmente políticas y económicas - pero no únicamente-, no hacen causa de ello. No toman conciencia de las consecuencias que de eso se derivan y no actúan como actores activos de una sociedad que precisa y demanda renovación para no dejarse arrastrar
por las fuerzas inerciales que dominan en una sociedad envejecida de un país a menos.
Modificar esas fuerzas inerciales requiere de otras políticas, de otros políticos y de otros paradigmas; obviamente, también de otros gobernantes y requiere el concurso comprometido de todos, sin exclusiones, salvo de aquellos que lo hagan por propia iniciativa. Requiere por tanto de una democracia que no se limite a ser representativa, siendo además, en realidad, parcialmente representativa; exige que esa democracia sea participativa y más fielmente representativa de una sociedad plural. Pues la pluralidad social no está representada en las instituciones, y ni siquiera el Parlamento cumple esa función, sobre todo si estamos en manos de una mayoría absoluta cuyo principal ideario es imponer la fuerza del número, dejando con ello sin efecto algo tan esencialmente democrático como es
el respeto a las minorías. Lo que de nuevo exige pluralidad.