Alfredo Bermúdez
El Faro | Viernes 27 de febrero de 2015
Lo de las imputaciones judiciales está de moda en la política, lamentablemente. Y digo lamentablemente porque algunos hacen de ellas el centro y el mérito de su actuación política, en vez de centrarla en la gestión de los asuntos públicos. Pero ¿qué significa técnicamente estar imputado? La Ley del Jurado de 1995, en su Exposición de Motivos, dice que según el Tribunal Constitucional (sentencias 44/1985; 135/89 y la Ley 20/9/93), imputado es “toda persona a quien se atribuye, más o menos fundadamente, un acto punible”. Es decir, dándole la vuelta a la definición, una persona puede ser imputada con ¡más o menos! fundamento. Si estaba o no fundada -no si jurídicamente es correcta- lo decidirá el juez al finalizar la instrucción.
El caso es que la imputación se ha convertido en un estigma social, esencialmente para las personas públicas que, aunque después sean absueltas, quedan marcadas y a veces aniquiladas. Por eso, antes de ‘juzgar’ social y políticamente a un imputado, hay que saber muy bien en qué nos basados. Por ejemplo, no es lo mismo imputar a una persona a la que se detiene con un puñal ensangrentado en la mano y al lado de un muerto, que hacerlo con el acusado de estafa. Como no es lo mismo que un político sea imputado por haber dictado una resolución administrativa discutible o desafortunada, que lo sea porque ha metido la mano en la caja. En lenguaje coloquial, es muy distinto meter la mano (y que esté demostrado) que meter la pata, aunque la metedura de ambas extremidades, e incluso de las narices, pueda acabar en una imputación.
En fin, esa figura jurídica se ha convertido en un sambenito, término que como se sabe se atribuía al hábito, poncho o túnica que en la época de la Inquisición tenían que vestir en procesión los herejes o los “cristianos nuevos sospechosos”, o sea los judíos conversos cuando eran castigados por la misma. El sambenito era algo humillante, infame. Aún así, con todo no voy a ser yo quien defienda a los chorizos, pero sí quien defienda la presunción de inocencia a través de este artículo, porque cuando un inocente es imputado, y como consecuencia de ello vilipendiado públicamente, el daño es irreparable. Y como este término ha degenerado en un estigma social, me parece muy buena la idea del ministro de Justicia de que en el anteproyecto de la Ley Orgánica de Enjuiciamiento Criminal se haya propuesto sustituir el término imputado por el de investigado. Al final, desde un punto de vista técnico, ser imputado o investigado será lo mismo -se trata de una investigación con todas las garantías para la persona afectada-, pero desde el punto de vista social la cosa cambia, porque, en términos coloquiales, al afectado le quitamos el sambenito de equiparar imputado a delincuente.
La imputación, como decimos, se ha convertido en un sambenito “cuasi inquisitorial”, pero con una diferencia: el sambenito de la Edad Media “sólo” se llevaba en el pueblo (lo de “sólo” es por el dicho: pueblo pequeño, infierno grande), mientras que ahora la imputación se difunde al instante por todas las redes sociales.
Para que quede claro: justicia sí, sambenitos inquisitoriales o infamia romana, no.