Sergio ciudad
El Faro | Jueves 15 de enero de 2015
Uno de los principales problemas que afectan a nuestro sistema político actual es que los partidos tradicionales han dejado de ser instrumentos al servicio del interés general para convertirse en agencias de colocación, pues muchas de las personas incorporadas a la actividad política lo han hecho con el único objetivo de ‘hacer carrera’, es decir, de utilizar la política como una profesión para prosperar personalmente.
El proceso generalmente comienza en una concejalía municipal y asciende a cargos de mayor responsabilidad y más alta remuneración, todo esto bajo la protección de su propio partido, que no suele abandonar a ninguno de sus ‘protegidos’. Y esto sucede en todos o la mayoría de los partidos que han venido interviniendo en la vida pública española desde la Transición, lo que explica que el número de personas que en España viven actualmente de la política ascienda a 450.000, cifra tres veces superior a la de Alemania, que tiene el doble de población que nuestro país. En este sentido, podríamos coincidir en el diagnóstico dado al respecto por aquellos que han calificado a los integrantes de los partidos tradicionales con el término de ‘la casta’. Si bien debe quedar claro que coincidimos en el diagnóstico, pero en ningún caso en las propuestas de solución que preconizan estos, porque no tendría sentido pasar de ‘la casta’ a la ‘nomenklatura’.
El hecho de que la actividad política se venga considerando como una profesión ha propiciado que los militantes de los partidos tradicionales hayan buscado a través de estos su salida laboral. Así, con habitualidad, se ha producido la incorporación a puestos de responsabilidad política y administrativa de personas cuyo único mérito consiste en haberse integrado desde muy jóvenes en las filas de uno u otro partido. Y para comprobar este efecto sólo sería necesario examinar los certificados de vida laboral de la mayoría de nuestros responsables políticos.
Las consecuencias de este comportamiento dejan bastante que desear por dos razones: por un lado, porque la mayoría de los políticos que actualmente nos gobiernan suelen carecer de la experiencia profesional adquirida en una actividad extrapolítica que sin duda facilitaría el mejor funcionamiento de los servicios públicos. Y por el otro, al carecer estos de experiencia y competencia con la que poder desarrollar una actividad que les sirva de medio de vida fuera de la política, su prioridad dejará de ser la consecución del interés general para buscar su continuidad en la vida pública. Es decir, dejarán de servir a la sociedad para pasar a servirse de ella. Este efecto nos parece de la máxima perversividad, porque la única finalidad de la acción política debe ser la de servir al interés general de todos los ciudadanos.
En definitiva, la situación descrita redunda en un alto coste económico que lamentablemente corre a cargo de los propios contribuyentes, lo que, en la mayoría de los casos, no está en absoluto justificado.