Abel Casiano
El Faro | Martes 09 de diciembre de 2014
Llevo varios días dándole vueltas al concepto de presunción de inocencia, al comprobar con cierto estupor la rapidez con que políticos, ciudadanos, periodistas, abogados y un largo etcétera arrojamos a la hoguera al imputado de turno en cuanto salen a la luz pública los primeros indicios de criminalidad. A veces, claro está, el clamor popular es grandísimo porque la naturaleza del hecho delictivo también lo es. ¿A quien no repugnan los abusos sexuales, una brutal agresión o un homicidio con saña? A todos.
Sin embargo, últimamente he podido observar con cierta preocupación cómo en un estado democrático y de derecho -y el nuestro lo es- no se respeta en absoluto la presunción de inocencia, reconocida en la Carta Magna como un derecho fundamental a toda persona acusada de un delito, sea este el que sea y tenga la gravedad que tenga. Como ejemplo ahí tienen el ‘caso Púnica’, donde alrededor de medio centenar de detenidos no sólo han sido ‘condenados’ sin siquiera haber sido oídos por el juez instructor, cuando éste principio dice que mientras no haya sentencia condenatoria en firme los imputados deben ser considerados inocentes y tratados como tal. Aún así, han sido y son insultados, vilipendiados y hasta expulsados de sus cargos por decreto, ocasionándoles con ello daños morales y materiales irreparables, caso de ser inocentes Y es que en materia de derechos fundamentales, aunque muchos no quieran reconocerlo, no existen medias tintas ni equidistancia posible: o se respetan o se vulneran. Pues bien, en estos últimos años hemos visto como se prodigan los siempre mediatizados ‘juicios ciudadanos’, que no son más que una vulneración del citado derecho. Y esto es muy grave.