POR: José A. Gutiérrez
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
En honor a la verdad, ¿podría decirse que nuestra sociedad actual es el producto de un largo proceso de civilización en el que se han tenido que superar muchísimos episodios donde imperaba el carácter primitivo del ser humano? Sí, pero puede que en ocasiones aún nos falte un hervor.
Otro año más, como ocurre cada mes de septiembre, en la localidad vallisoletana de Tordesillas se ha escenificado el maltrato animal elevándolo a la categoría de fiesta. Con la única explicación válida a favor de la tradición, se ha ejecutado (nunca mejor dicho) el cruel espectáculo aireado como el “Toro de la Vega”. El ritual ya es de sobra conocido: varias decenas de valientes a caballo, armados de lanzas de casi tres metros (de ahí les puede venir la valentía), persiguen un toro hostigándole y picándole hasta acabar con su vida. La víctima este año se llamaba “Elegido” -siniestro nombre, teniendo cuenta el destino que le esperaba-, y al valiente y joven lancero que acabó con él le agraciaron con el rabo por su “extraordinaria faena”, siendo ovacionado como un auténtico héroe.
Observar como un animal es perseguido por decenas de jinetes armados con picas, hasta campo abierto, donde le rodean y le lancean hasta que cae muerto, es una exhibición tan salvaje que no se puede permitir sólo por el hecho de que la antigüedad de este deprimente y salvaje espectáculo se remonte a la Edad Media. Tordesillas convierte así su fiesta en una degradación, en una crueldad, y eso, se mire como se mire, nunca podrá ser una fiesta en un país medianamente civilizado.
Las muchas personas que ese día se sentaron en las calles de Tordesillas para impedir que el toro llegara a la campa donde le esperaban los lancenos, forman parte de la sociedad del siglo XXI con unos códigos éticos, unos valores cívicos y una educación en el respeto a la naturaleza muy alejados de la Europa del Medievo.
Insisto, el pasado martes 16 de septiembre, una parte importante de la población de Tordesillas comandada por unos cuantos jinetes que cabalgaban lanza en ristre, festejó como viene siendo habitual cada año, una despiadada y brutal representación a costa de un toro de 600 kilos de peso, al que torturaron hasta la muerte sin que ni siquiera una manifestación animalista, que en contraposición se celebraba en aquellos momentos, pudiera impedirlo o, cuanto menos, lograra posibilitar una muerte exenta de sufrimiento al astado.
Obviamente, queda todavía mucho camino que recorrer para que nuestro país se pueda incorporar a la modernidad y a esa tarea estamos llamados desde un marcado respeto y, desde luego, sin acciones tan violentas como esta. Ante espectáculos tan deprimentes como este, muchos aficionados a las corridas de toros terminarán declarándose antitaurinos. Y yo, como muchos otros, con permiso de la autoridad competente, no queremos ni podemos quedarnos atrás.