Por: R. Vera
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
En casa nos levantamos bastante temprano. Mi mujer se marcha antes que yo para llegar al trabajo con la perspectiva de volver a casa a una hora decente. Yo me despierto con ella y preparo los desayunos, en función del la hora que marca el tiempo necesario para que los nenes lleguen al cole. El mayor va antes. Las pequeñas son cosa mía.
Cuando están ya todos en clase, empiezo mi jornada laboral. En teoría la primera parte termina a las dos. En realidad llego a casa a las tres y media porque alargo un poco para volver con mi mujer. Cuando llegamos, parte de la familia ya ha comido. Los mayores lo hacemos después, como los pavos porque hay que volver al tajo. Entonces, la jornada puede alargarse hasta las nueve o diez de la noche. Eso un día y después otro. Como a la mayoría, el fin de semana se nos pasa en un suspiro. Y vuelta e empezar. Y cuento esto porque cuando ustedes me lean habrá cambiado el horario y las tres de la tarde de ayer serán las dos de hoy. Eso significa que hemos perdido una hora de sueño para ganar una hora de luz que no sé hasta qué punto compensa en este país tan umbrío, como todos sabemos.
El cambio de hora me afecta, me molesta, me altera una barbaridad y no lo encuentro lógico. Los primeros días después del cambio llego a casa cerca de las cuatro de la tarde, que son las cinco de días anteriores y creo que pierdo el apetito por el mal humor. Cuando, como todos los años, me quejo, mis amigos y mi familia me recuerdan que me repito como el ajo, y me indican -con más o menos ganas- que las cuatro son la cuatro y que no mire atrás, que no compare. Pero yo sigo enfadado. El cambio de hora no me gusta nada. Ninguno en general, pero este, el de la temporada verano, me cuesta un montón.
Pienso que este, nuestro país, no tiene la culpa de tener tanto sol. Pero no sé quien nos convenció para que nos separásemos del horario normal, mucho más racional y lógico, de nuestros paisanos europeos. Es obvio que todos estaríamos mejor si pudiéramos mantener un horario más razonable como el de invierno, que te permite levantarte alrededor de las siete, desayunar a las ocho y comenzar la jornada laboral a las nueve, como siempre. Comer a las dos y terminar la jornada laboral a las cinco. En fin, habrá que resignarse y aceptar el cambio.