Opinión

La eutanasia como demonio actual

Tribuna

Víctor Corcoba Herrero

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
La persona ‘X’ -suelen decir las crónicas con relativa frecuencia- murió dulcemente en su casa de..., después de haber tomado -suministrado y ayudado casi siempre por terceras personas- algo que le provocó la muerte... A renglón seguido, casi siempre, se añade la misma coletilla: eligió libremente hacerlo y decidió morir de esta manera, ofreciendo su testimonio como una contribución póstuma al debate sobre la conveniencia de regular la eutanasia en España en determinados supuestos. Ésta es la pura y dura realidad controvertida con la que nos encontramos.

Tal y como está la situación habría que hacer un homenaje a la vida, que no es sólo placer y bienestar, también sufrimiento y consuelo. Pero para esto último también hay alivio, el de la familia unida o esa medicina avanzada para mitigar dolores, como son los cuidados paliativos, que es lo que verdaderamente debiéramos potenciar, asegurando al paciente un acompañamiento humano adecuado. Que nadie, en definitiva, se sintiese sólo en el sufrimiento, igual que un muerto en vida. Yo prefiero salvadores de vidas que aviven esperanzas, antes que embaucadores de muertes que nos entierren por sueños. Por desgracia, existe una mentalidad endemoniada, sobre todo en los países desarrollados, dispuesta a extender su voz: todo lo que no es productivo no merece vivir. Una envenenada manzana que pudre los pétalos de la existencia. Un contexto diabólico cada vez más fuerte y, por ende, la tentación de dejarse llevar por esta corriente inhumana y absurda aumenta. Las personas débiles y solas, que no se valen por sí mismas, los ancianos abandonados, son el cebo perfecto de una sociedad interesada, egoísta, cotilla hasta la médula, a los que considera algo demasiado gravoso e insoportable.

Estoy seguro, por cuestión simplemente natural y trascendente, que nadie elige morir libremente. ¿Cuántas veces el mundo exterior decide por nosotros? Nuestro corazón por ley de vida está aferrado a ella. En consecuencia, hacerse colaborador y ayudar al suicidio es una perversión total, una insolidaridad manifiesta y una hipocresía sin precedentes. De no frenar este tipo de actuaciones, en el fondo productiva y especuladora, seguiremos avanzando hasta la destrucción salvaje. La vida del más débil quedará en manos del más fuerte. Eso no es autonomía ni sentido de compasión. Convendría reflexionar sobre esto: ¿Vivimos como humanos, en humanidad, o como animales, jugando a ser el rey de la selva? Y en todo caso: ¿por qué han de decidir por mí lo que yo considero humano, acrecentar las ganas de vivir?
Con este tipo de hechos a favor de la muerte amarga, que no dulce, porque no hay mayor amargura que morir engañado por aves de rapiña, asistimos a una alarmente contradicción, una especie de locura propiciada por poderes interesados a los que se les llena la boca de derechos humanos que no pasan de ahí, porque luego sus movimientos son todo lo contrario a lo que dicen sus labios. Si así fuere, si actuásemos en derecho con los derechos humanos, salvaríamos el concepto de humanidad para toda la humanidad, protegeríamos la moral, respetaríamos toda vida y su dignidad de persona, fuese como fuese o naciese donde naciese.

Bajo los muros de la patria nuestra, presentada al mundo como una sociedad democrática avanzada, marcada por el respeto a la persona y a la práctica de la solidaridad cristiana, no en vano los poderes públicos debieran tener mucho más en cuenta las creencias religiosas de la sociedad, en especial con la iglesia católica como así se dice y reconoce en la Constitución, rechazando cualquier invasión cultural inspirada en un cinismo utilitarista o en la primacía de la economía sobre el ser humano, por, simple y llanamente, ser contrario a nuestros principios constitucionales y a nuestra identidad histórica enraizada en el cristianismo.