POR: Félix Ruiz
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
La imagen que mejor define para mi gusto al desaparecido Luis Aragonés quizá sea aquella estampa suya ochentera en la que aparece vestido de chándal, con un cigarrillo en la boca y el rostro adornado por unas generosas patillas bandolerescas que le serpenteaban oreja abajo. Tenía el de Hortaleza en aquella fotografía rasgos de actor de cine, pero no de galán, no, sino de uno de esos actores secundarios curtidos que aparecen en las películas neorrealistas italianas, en los western o entre la nómina de los mafiosos de Scorsese o Coppola.
Rostro marcado, vivido, tan real como una botella de coñac de Soberano, tan viril como un Ducados antes del desayuno y que conectaba perfectamente con ese genio suyo de español que, de haber vivido en los inicios del siglo XIX, hubiese sido capaz, él solo, de echar a los franceses de España a golpe de hoz, de navaja o simplemente a pedradas.
Aragonés, que había nacido en 1938, era en todo un fiel representante de su generación, la generación de miles y miles de españoles que se amamantaron en medio de la guerra civil y la hambruna y cuya infancia quedó marcada por las difíciles condiciones de la posguerra. Todos aquellos las pasaron putas, y lo digo así pues difícil parece decirlo de otro modo, y no les quedó otra que forjar sus personalidades en el sacrificio, el esfuerzo, el espíritu de superación, el estoicismo y la capacidad para aguantar cuantos sopapos les soltase la vida.
Luis Aragonés, como jugador de fútbol así se comportó y, en su etapa dorada como técnico al frente de la selección española (la roja, como a él le gustaba decir), logró impregnar de esos valores a una generación de jugadores repletos de talento y tatuajes, en muchos casos millonarios y que se habían criado en una España distinta, más confortable y burguesa. En el fondo, el triunfo de Luis Aragonés sobre el Prater de Viena en 2008, con España ya hundida en la sangría económica, fue un bofetón de padre y muy señor mío para todos aquellos que quisieron durante no pocos años hacer creer por estas tierras que la imagen externa valía más que la ética de fondo y que lo extranjero molaba y lo propio era algo así como una boñiga.
Aún siendo madridista como soy, reconozco que hay algo de justicia poética en que un tío al que el poderoso Real Madrid desechó y que triunfó en el Atleti, un niño de la guerra, nos llevase a la gloria futbolera y nos liberase de atávicos complejos.
Con un par, Luis, con un par. Ojalá la eternidad te sea leve.