POR: José Luis Martín Palacín.- Subsecretario del Ministerio del Interior (1986)
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Cada día, en la convivencia social y el ejercicio de la democracia, se dirime un problema de reparto y un juego de intereses, más o menos legítimos. En el trasfondo de las iniciativas políticas, económicas y sociales, y hasta culturales, hay una puja por el poder efectivo. En 35 años de andadura democrática han pervivido determinados poderes fácticos: ahí sigue la creciente hegemonía de un poder financiero, transversal y transnacional que recoge perniciosamente el testigo del imperialismo; el peso de la poderosa jerarquía católica; ciertos comportamientos de la justicia, al margen de la soberanía; el poder de los medios de comunicación, etc.
La puja por el poder en estos últimos años ha generado nuevos hábitos y situaciones “de hecho” que han acabado por condicionar y obstruir la inocencia y la transparencia de la vida democrática. Han aparecido nuevas “formas de hacer”, nuevos sedimentos de otros poderes de hecho que distorsionan seriamente los beneficios objetivos de la Democracia.
El Estado de Bienestar logró resultados evidentes: educación y sanidad públicas, universales y gratuitas, reforzadas por un incipiente intento de redistribución con la Ley de Dependencia y enmarcada en una serie de leyes que profundizan derechos sociales e individuales. Pero ha facilitado una “acomodación” de la sociedad: las clases trabajadoras cambian el mono azul por el “cuello blanco” y, contaminadas por la nueva cultura financiero-especulativa, caen en un juego de aspiraciones donde pierden de vista un elemento determinante para el avance social de la historia de la solidaridad. Y, además, olvidan otro aspecto vital para el desarrollo económico y social: la competitividad, en cuya base están la productividad, la formación y la innovación. La pérdida de solidaridad, por ejemplo con los trabajadores de países donde se violan los derechos laborales, dimite de forzar políticas que endurezcan las importaciones desde esos países, facilita indirectamente injusticias en otros puntos del planeta, y junto con la falta de competitividad, potencia iniciativas “deslocalizadoras” de la industria.
El abandono de solidaridad y competitividad revela una dejación por parte de los sindicatos, influidos por esa “acomodación” social. Aunque han jugado su papel a nivel de las negociaciones en la cumbre -el Pacto de Toledo, por ejemplo-, sus estructuras han acusado una burocratización que los aísla de las bases de los trabajadores. Aunque hayan seguido celebrando elecciones sindicales, desatendieron su tarea de captar las inquietudes de los trabajadores y de luchar por los problemas concretos, codo con codo, con quienes los padecen, se han alejado del sector de la economía productiva. La financiación de los cuadros sindicales les resta sensibilidad y presencia efectiva en la sociedad, con el abandono de problemáticas sociales importantes: desempleados, trabajadores autónomos y trabajadores inmigrantes. La estructura provocada por la burocratización acabó por convertirlos en poder fáctico, cuya constatación refuerza el desconocimiento social.
Los aparatos de los partidos
Para la Constitución, los partidos son “instrumento fundamental para la participación política”. Hasta ahora han limitado la participación al procedimiento electoral, que ha sido productivo, al margen de que el sistema representativo tenga fallos, como el de la existencia de un Senado sin competencias efectivas, o que la proporcionalidad electoral no se corresponde con el número de votos de los ciudadanos. Pero con el tiempo han acaparado la participación política, produciendo una disociación entre los representantes políticos y las inquietudes de la sociedad. Para la Constitución, la estructura interna de los partidos y su funcionamiento deben ser democráticos, convirtiéndose en un instrumento para el ejercicio del poder, que en la medida en la que se ejerce con respecto a la representatividad es legítimo. Pero constituye una ocasión demasiado tentadora para pasar de ser un medio a convertirse en un fin, posibilitando una escalada de abusos que, en algunos casos, después de pasar por el ejercicio del clientelismo, desemboca en la impunidad de la corrupción; la férrea pretensión de eficacia tapona la democracia interna de los partidos y otorga un poder casi omnívoro a los llamados “aparatos”, posibilitando una estructura de poder interno en las fidelidades. Ese funcionamiento, dudosamente democrático, es el que administra la designación de los candidatos electorales que han de convertirse en representantes políticos, a los que los ciudadanos votan porque pertenecen a una lista, no porque conozcan sus méritos y capacidades. Son esos representantes, mediatizados por los aparatos partidarios, quienes integran las instituciones, parlamentarias y de gobiernos. Instituciones a las que, con el paso del tiempo, contagian esa segregación burocrática en relación con la vida de la sociedad. ¿Cuántas horas semanales dedican los políticos a reunirse con sus representados y cuántas dedican a reuniones internas partidarias o institucionales?
Se trata de modificar el sistema electoral. En primer lugar con el concepto de las instituciones que representan la soberanía popular: las Cortes Generales. Dentro de ellas el Senado que, o desaparece, o comparte la representación soberana desde competencias específicas. Si se aborda la inaplazable cuestión de un Estado Federal, cobra sentido una cámara específica en la que dirimir determinadas materias. Precedentes hay.
Además de la estructura electoral, hay que abordar un sistema donde los electores tengan más peso a la hora de decidir sobre sus representantes: la eterna cuestión de listas abiertas o cerradas; o de un sistema mixto como el alemán, por ejemplo, que podría permitir al ciudadano sentirse más directamente concernido con la elección de sus representantes, y a estos más obligados con la laboriosa aproximación a la sociedad. En una vertiginosa sociedad de la comunicación y de la intervención en red de los ciudadanos, los cuatro años que median entre elección y elección se convierten en una eternidad. Hay que facilitar los mecanismos participativos, posibilitar las iniciativas populares y generar para éstas un proceso en el que la Cámara legislativa no sea un mero buzón de tramitación burocrática. Sólo esa labor de proximidad logrará sanear y revitalizar la vida política, quitando ese rancio sabor a poder fáctico que ha enmohecido la estructura de los partidos y el aborrecimiento de los ciudadanos.