El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
S indignante ver cómo mientras Letta y Berlusconi se enzarzan en saber quién la tiene más grande, un barco cargado con 500 inmigrantes vuelca en una de sus costas. ¡¡500 inmigrantes!! ¿Y a quién le importan? A nosotros parece que poco... Lo nuestro es más bien el arte de cultivarnos contemplando y opinando sobre la telebasura que nos invita a jugar interpretando mentes criminales, opiniones desquiciadas y desquiciantes, e interpretaciones judiciales de cualquier tipo.
El verdadero drama es que han muerto ya más de 300 personas. Y estaría por asegurar que, de hacer ahora una encuesta pública entre otras tantas, la noticia ni siquiera aparecería entre los cinco destacados informativos de la semana de cada uno de ellos ¡De infarto! De repente ‘El mar se llena de muertos’ y a nosotros, poco más o menos, nos la pela. Y es que esta vez no fue el tren Altaria en Androis. Pero el drama humano, como humanos que somos, no puede dejar nunca de sobrecogernos, sea donde sea, afecte a quien afecte. Lo de Lampedusa debe ser una llama de atención definitiva; un punto de inflexión; un grito de socorro que, de una vez por todas, tenga respuesta, porque como ha dicho el Papa Francisco, que ya es reincidente en la ‘protesta’, no podemos tolerar por más tiempo algo que no debe provocarnos sino vergüenza.
Lampedusa es un drama desproporcionado; la puerta de Europa de una tragedia que corroe a miles de millones de almas que buscan en nosotros un futuro; el dintel de la esperanza de pueblos como Ghana y Somalia; la Buenos Aires o la Venezuela que antaño muchos españoles buscábamos; la Suiza o la Alemania que tanto perseguimos en otros tiempos. Lampedusa es, por tanto, un desafío y un recuerdo. ¿Cómo entender entonces a ese pesquero que huye y no auxilia, a ese símil de Schettino? ¿Cómo juzgar en conciencia a ese joven tunecino que trafica con pateras a costa de la ilusión de la gente?
Lampedusa llora. Llora por los muertos y por los vivos que pese a sus muchos esfuerzos y no menos calamidades se ven incapaces de alcanzar su destino. Llora por las ambulancias y los ataúdes que se multiplican. Llora de solidaridad y por su falta. Pero, sobre todo, llora de impotencia por una Europa que se declara abierta al mundo y luego se vuelve proteccionista; por un Occidente que se llena la boca de responsabilidad social y luego no regula al inmigrante con la misma justicia con la que lo deporta, por un continente más ocupado en cuotas de poder, de igualdad. Lampedusa llora por el alzheimer de un Mediterráneo que ha olvidado que él también fue Ghana, eso sí, eran otros tiempos.