Opinión

Quiero la gloria, aquí y ahora

Wilson Jones (*)

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
A pocos días de enterarnos de la muerte de la niña Asunta en Santiago de Compostela advertí, con inmensas ganas de equivocarme, de que en breve nos veríamos bombardeados por la basura televisiva que tantas veces se alimenta de las miserias humanas. Es notorio que cuanta mayor es la desgracia, cuanto más macabro sea el suceso, cuanto mayor número de seres humanos hayan cerrado sus ojos para siempre, cuanto más abatidos se encuentren sus familiares y amigos, o cuanta más débil o desvalida se presente la víctima a los pies del público, más afilados se pondrán el pico y las garras de las carroñeras y de sus jefes de producción, y más prestos se ofrecerán contertulios y desgraciados varios para contar su particular versión de lo sucedido, por muy disparada que sea su fantasiosa elucubración.


La cosa viene desde muy antiguo; pensamos que la indignante parodia televisiva sobre el crimen de las niñas de Alcàsser había servido de vergonzante escarmiento a los responsables de las cadenas de televisión para que se percatasen de los límites que nunca se deberían traspasar, por muy suculento que fuese el botín de la audiencia. Sin embargo, lejos de eso, tras la venta de aquellas muertes en pantalla como si de productos de cosmética se trataran, cada vez que se dio algún hecho delictivo o catastrófico de especial magnitud mediática o emocional, acto seguido se ponía en marcha el deleznable pastiche televisivo, con miserables dándoselas de conductores de programas de gesto contrito pero alma extasiada ante el banquete montado, y víboras enchufadas a una alcachofa en busca del titular más estremecedor. 'Canallas, qué canallas sois! ¿Qué más da si es un avión estrellado, una violación mortal de menores, un tren descarrilado o una hija de conocida familia muerta en circunstancias fundamentalmente sospechosas? Lo de menos es el suceso, lo importante es el disfraz de morbosidad con que lo vistas para que nos llegue aún caliente y blandita la carne, y así sería más fácil el despertar de las pasiones más oscuras de una audiencia embrutecida.

Claro que la culpa es de todos nosotros, que damos pábulo al mercadeo de piltrafas. Aunque sea tópico decirlo, si existen estos shows, si se permiten sandeces acerca de la frescura de la carne, si muchos se erigen en adivinos del futuro y escudriñadores de las mentes asesinas en cuanto perciben en su rostro el calor del foco del plató, es porque el público está deseoso de esas infames recreaciones criminales. Por eso, que todo nos parezca normal, que no nos escandalicemos ante la proliferación de sanguijuelas que chupan el reguero de sangre que deja el cuerpo en la cuneta al trasladarlo a la morgue, nos convierte en coautores del espectáculo. No nos rasguemos pues las vestiduras, que si nadie compra, nadie vende, sea la venta de un saco de patatas, sea la subasta del rostro de una niña inocente asesinada.

Mientras los policías finalizan su labor de investigación, mientras los jueces llevan a cabo su instrucción, mientras los abogados de la víctima y el del acusado trabajan en pos de los intereses de sus clientes (tan respetable es uno como otro, y quien no lo entienda no sabe de qué va eso del derecho de defensa consagrado en nuestra Constitución), y mientras los periodistas, los de verdad, cumplen con su labor de información, otros como hienas hurgan entre la basura y se apuñalan por la espalda con tal de lograr el mejor porcentaje de audiencia en el horario de más hipnotismo ante el televisor: ‘Tenemos un muerto, tenemos un horror candente, tenemos a una opinión pública conmovida. Comienza el espectáculo. Quiero versiones, quiero sospechas, quiero escándalos inventados. Quiero, en fin, la gloria, aquí y ahora’. ¡Canallas!
(*) La Región de Orense (7-10-2013)