El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
En los últimos años, a nivel nacional, ha habido una auténtica oleada de privatizaciones de los servicios municipales básicos que tradicionalmente eran gestionados por empresas públicas creadas por las propias corporaciones locales. Cada proceso de privatización, total o parcial, genera enconados debates entre las fuerzas políticas, agentes sociales y ciudadanos en general. Se parte de un prejuicio ideológico: la izquierda defiende el carácter público de estas empresas por creer que garantizan mejor el servicio al no perseguir el beneficio privado, y la derecha apuesta por la privatización porque cree que la empresa privada es más eficiente y gestiona mejor. Si nos decidimos a ‘desprejuiciarnos’, los contribuyentes hemos de adoptar una posición racional y ecléctica al respecto. Si un ayuntamiento propone privatizar la prestación de un servicio esencial para los vecinos -a veces lo realizan sólo por hacer caja y quitar telarañas a las arcas municipales-, debemos exigirle básicamente dos cosas: una, que demuestre que la empresa concesionaria va a proporcionar un servicio mejor y más barato de lo que viene haciéndose desde el sector público. Dos, que el proceso de adjudicación sea transparente, que se exija al adjudicatario el mantenimiento, como mínimo, de la calidad del servicio que venía prestando la empresa municipal y que la política de precios esté reglada y no quede al albur de las necesidades de maximización de beneficios que puedan sentir los nuevos gestores. Y si esto garantiza, la conservación de las condiciones laborales por parte de los trabajadores ‘privatizados’, es un elemento más a tener en cuenta en algo donde lo fundamental es hacer un buen uso del dinero de los ciudadanos, que son los que pagan.