El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
En nuestra sociedad, como todos sabemos, existe la Objeción de Conciencia; cualquier ciudadano puede presentarla cuando considere que una ley viola sus convicciones más profundas, aunque sólo se reconocerá el derecho a ejercerla en los casos tipificados a tal defecto, y lo que pase de ahí en adelante se puede considerar como desobediencia civil.
¿Qué sucede -por ejemplo-, cuando los partidos políticos se niegan a dejar libertad de conciencia a sus miembros a la hora de votar en situaciones especialmente conflictivas para ellos? ¿No es entonces la disciplina de voto una versión suave de la obediencia debida para estómagos democráticos?
Sin duda, las sociedades abiertas se enfrentan a un buen número de contradicciones, pero precisamente por su carácter abierto, se ven obligadas a sacar a la luz pública los problemas, a reconocerlos como tales, y a tratar profundamente sobre ellos para poder enfrentarlos a la propia altura humana. Ésa es la grandeza y la responsabilidad de los mundos abiertos.
Los partidos políticos han de presentar propuestas unitarias a los ciudadanos dentro de sus programas porque, en caso contrario, perderían eficacia y sentido. Parece entonces que no pueda haber pluralismo interno porque ¿Cómo sabrán los electores a quién votar si hay disensiones internas? Pero tampoco se puede eludir la otra cara de la moneda: ¿Qué hace un militante democrático que está de acuerdo con su partido en la mayor parte de las propuestas pero se siente incapaz de apoyar algunas de ellas porque se lo impide su conciencia?
La calidad de una democracia representativa exige que los ciudadanos puedan esperar de los partidos que, al menos, cumplan sus programas, unos programas a los que obviamente debería haberse llegado por debate interno y externo. En éste cumplimento mostrarían su operatividad y ese valor tan preciado por nuestra sociedad llamado ‘eficiencia’. Pero esa misma claridad de la democracia también debe reclamar que los miembros de los partidos ejerzan su libertad de conciencia porque mal podrían contagiar pluralismo las instituciones monolíticas.
El monolitismo, como muchos sabemos, no es un valor positivo, que atrae, sino un valor negativo, que repele, y por ello resulta mucho más convincente un partido -o cualquier otra institución-, cuyos miembros y simpatizantes estén dispuestos a poner en duda las propias propuestas del aparato.
El que exprese su libre conciencia se puede equivocar, por supuesto que existen los iluminados peligrosos. Pero bien puede ocurrir que una persona, a pesar de intentar aceptar al máximo lo que le une a la mayoría, de un partido o de una sociedad, acabe pronunciado la famosa frase de Lutero: “No puedo más, aquí me detengo”. En un sentido o en otro, anular esa posibilidad es apostar por la Raza, por el Estado o por el partido contrario de la sociedad abierta.