El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
El éxito indiscutible de la exhibición independentista catalana ante los ojos del mundo es un asunto de extrema gravedad que refleja el fracaso del sistema falsamente democrático que ha gobernado España desde la muerte del dictador. El avance del independentismo, unido al descontento generalizado de los ciudadanos, a la agobiante situación de estar dominados por la corrupción, a la ruina y desprestigio de la economía, obligan a un cambio profundo y doloroso de la estructura del país.
Uno de los rasgos más sobresalientes de la actualidad española es que cada día son más numerosos los ciudadanos que no se sienten a gusto con la situación y notan el impulso de rebelarse contra los políticos. Esta rebelión, por ahora poco ruidosa y dentro de los márgenes legales, está siendo silenciada con los recursos del poder, pero cada vez cuesta más trabajo ocultarla. Aumenta el número de ciudadanos catalanes que se echan en brazos del independentismo; mucha gente penetra en la economía sumergida para no pagar unos impuestos que considera abusivos, son millones ya los que se consideran a disgusto con la corrupción y todavía más los que señalan y acusan a los políticos de ser los culpables de la desmembración y decadencia de España.
Aunque lo pretendan, ocultar el cabreo creciente resulta ya imposible. Es como querer ocultar el sol. La Diada ‘anti-española’, digan lo que digan, fue un éxito preocupante y las encuestas, por mucho maquillaje que reciban, son cada día más inquietantes porque reflejan que el rechazo a los políticos, poco a poco, se está transformando en odio. Los políticos no están acostumbrados a escuchar al pueblo porque España nunca ha sido una democracia, pero los ciudadanos, ante el empeoramiento de la economía, el deterioro de la convivencia y ante el escándalo de la corrupción y el abuso del poder, se sienten decepcionados y con rabia porque los políticos no escuchan sus reivindicaciones y cada día son más arrogantes y obtusos. No adelgazan el Estado monstruoso que han construido, plagado de inútiles y enchufados, sin otro mérito que el carné del partido, cobrando del erario público; no eliminan la financiación de los partidos y sindicatos con fondos provenientes de los impuestos, a pesar de que la inmensa mayoría protesta por ese abuso; ni siquiera son sensibles al grito que exige castigos ejemplares para los corruptos, especialmente para los que se han enriquecido inexplicablemente con la política, los que en Andalucía han repartido entre amigos y militantes el dinero de los EREs, destinado a combatir el paro, y los que han bendecido desde el poder la enorme estafa de las participaciones preferentes.
Durante décadas, creyendo que la democracia era lo que teníamos y sin descubrir que aquel sistema se transformaba en una estafa sin ciudadanos, sin una ley igual para todos, sin una justicia independiente y con partidas sobredimensionadas, casi impunes y sin control de ningún tipo, los españoles sufrieron su descompensado y abusivo sistema político sin rechistar. Pero las cosas han cambiado, no sólo porque la crisis se ha llevado por delante una prosperidad que servía como narcótico, sino porque la corrupción, la ineficacia y la injusticia que escondía el sistema ha quedado al descubierto. El endeudamiento masivo, el enriquecimiento inexplicable de miles de políticos, las mentiras del poder, el despilfarro, el cobro de impuestos abusivos, la inexistencia de una ley igual para todos, los excesos de los nacionalistas radicales, el saqueo de las cajas de ahorro y otras bestialidades antidemocráticas perpetradas por el poder ya no las soporta el ciudadano.
El pavoroso rechazo de la clase política que reflejan las encuestas, todo un hito en el ámbito democrático mundial, es para sentir miedo. Las mayorías dicen desconfiar de los partidos, del Gobierno y de la oposición, que piden el fin de la financiación de los partidos, que exigen castigo para los corruptos y que reclaman una política más decente y ética, son en algunos casos cercanas al 90 por ciento. Las peleas entre políticos ya causan un rechazo enorme, la corrupción genera vómito y las traiciones a España de nacionalistas, independentistas y soberanistas, todos ellos unidos por un preocupante odio a España, exasperan y hacen hervir la sangre a millones de ciudadanos. Es mentira que la gente ‘pase’ de la política ni que sea indiferente ante lo público. Ocurre todo lo contrario: en los hogares, trabajos, bares y en la calle se habla de política con pasión, pero ya no para defender un partido u otro, sino para condenar globalmente a la ‘casta’, acusando abiertamente a muchos políticos de corruptos y sinvergüenzas.
El reciente auto de la juez Alaya señalando como posibles corruptos y saqueadores a dos ex presidentes de la Junta de Andalucía y a cinco ex consejeros, todos ellos socialistas, después de meses rumiando el escándalo de las cuentas del PP, el cobro de sobres clandestinos y las suciedades de Bárcenas, sin olvidar el golpe a la moral nacional que ha representado el fracaso de la candidatura olímpica y el asunto de Gibraltar, ha colmado el vaso de la paciencia cívica y en las calles y plazas de España ya no se puede ocultar más su alejamiento enfermo de la verdadera democracia. En España es más verdad que nunca la verdad de Nietzsche: “De todos los monstruos, el mayor es el Estado”.