Opinión

La sombra de una duda

Rafael Jiménez - Subdirector de la Biblioteca de la Universidad Nebrija

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Hace tiempo especulaba con un amigo sobre el grado de premeditación de muchas cosas que no acontecen -como se pretende sugerir- por causa de una evolución natural. Un asunto así viene a caer comúnmente en el olvido, hasta que una entrevista publicada no hace mucho nos confirma una vez más que los estudiantes no leen, desgranándose tras esta verdad revelada cuatro o cinco preguntas cuyas respuestas producen desazón incluso hoy, cuando parece que ya nada ha de sorprender a un ciudadano forzado a asumir barbaridades sin fin.


El escritor dominicano afincado en Estados Unidos, y profesor de escritura creativa en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), Junot Díaz, reflexiona sobre la relación inversamente proporcional entre escritores -cada vez más- y lectores -cada vez menos-, concluyendo que, de forma premeditada, la literatura es un mundo cada vez más pequeño a repartir entre muchos, lo cual, a pesar de no sorprendernos en absoluto, sí puede dejarnos absolutamente descompuestos. Según Díaz, los procederes de algunas corporaciones se fundamentan en una campaña, extremadamente mercantilista y poco ética, para conseguir que los jóvenes -el relevo generacional en la continuidad de las prácticas lectoras y a los que él se refiere a propósito como consumidores- estén muy ocupados en cosas que nada tienen que ver con el hecho de leer. En este proceso con negativos efectos sobre el hábito de la buena lectura -que exige tiempo, espacio y ninguna de las prisas a que se encadena nuestro mundo- los libros vendrían a desaparecer de su esfera de entretenimiento y aprendizaje en beneficio de otros productos de dudosa calidad.

El razonamiento según el cual un joven lector ocupa su tiempo en una actividad que no reporta beneficios económicos a quienes venden sus productos mediante aplicaciones web y dispositivos conectados a Internet, puede parecer propio de la manía persecutoria de que se acusa a los que denuncian ciertas conspiraciones, pero no deja de introducirnos en el desasosiego de la duda: ¿no tenemos tiempo para leer porque los hábitos han -o se han- cambiado?; ¿formamos parte de una sociedad acelerada que no se permite -o a la que no permiten- invertir el tiempo necesario que reclama la lectura sosegada?; ¿hemos perdido -o nos hemos dejado arrebatar- la costumbre de leer largos y caudalosos textos para sustituirlos por píldoras de información -tremenda expresión- en un consumo irresponsable que relativiza la asimilación del conocimiento? Las reflexiones de Díaz, en la dirección a la que apunta, podrían tacharse de visión extravagante sobre tramas ficticias, pero yo debo confesar que no me ha resultado posible reírme de ellas confiadamente. Tomando como referencia el cinematográfico título de este artículo, pienso si todo contribuye -digamos que conspira- para que los jóvenes abandonen la lectura en pos de distracciones que acaparan por completo el tiempo y el espacio de sus vidas, y me pregunto -a mi vez- si la sombra de esta duda se cierne, ahora también, sobre ustedes.