Carlos L. Rodríguez
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
La frase que a continuación les relato suele utilizarse como un monumento al cinismo de las relaciones internacionales, y tiene como protagonista al sanguinario dictador Anastasio Somoza, antiguo tirano nicaragüense que recibía un cálido apoyo de Washington. A las protestas que tachaban a aquel personaje de lo que era, un hijo de puta, desde la Casa Blanca respondían que en efecto, que esa era la filiación del sanguinario dictador. “Pero es nuestro hijo de puta”, matizaba enseguida el experimentado portavoz estadounidense.
Como decíamos, esa declaración quedaría para los anales más repugnantes. Era la muestra de lo que no debería ser una política internacional regida por principios elevados, donde los malos han de ser castigados y los buenos encumbrados. La obligación de una gran potencia, al menos teóricamente, no era proteger a los forajidos instalados en el poder, por muy suyos que fueran, sino apartarlos del cargo para dejar paso al dirigente virtuoso y honesto que es aupado por una limpia democracia.
Qué bonito. Esa extrapolación de los cuentos infantiles o los cómics adultos a la realidad resulta emocionante. Superman derrotando a Lex Luthor en cada una de las Metrópolis donde el bien y el mal están en liza. Lástima que ni el uno ni el otro tengan unos perfiles tan claros como en el tebeo o en las pantallas. Fuera de ellos hay malos que conviene preservar y buenos que no lo son tanto si se tienen en cuenta todas sus circunstancias. Que esto es así nos lo demuestran las convulsiones que asolan el mundo musulmán. ¿Qué eran los viejos faraones de Egipto, Libia, Túnez o Irán, sino unos tiranos con los que Occidente podía tener un trato razonable? ¿Son mejores los ayatolas que el Sha, los Hermanos Musulmanes, que Mubarak, o la mezcolanza de numerosas facciones libias, tunecinas o iraquíes, que Gadafi, Ben Ali o Saddam? Con el recuerdo aún vivo de la caída del comunismo, pensamos que el derrocamiento de esta legión autócrata serviría como antesala de una democracia más o menos parecida a la nuestra.
A la vista está que fue un error. La sucesora de la autocracia, salvo raras excepciones, suele ser el caos, lo cual nos obliga a plantearnos si no será verdad que esa democracia sólo es un producto político que corresponde a un espacio determinado y a un espacio preciso. Es muy posible que el mundo árabe y el persa no sean aptos para un sistema que aquí ha funcionado perfectamente, tal vez aún no hayan llegado al estado adecuado de su revolución social y económica. La pregunta que esto suscita es obvia: ¿Hubiese sido posible la democracia parlamentaria en la Europa del siglo XVI?
Así las cosas, en Siria la cuestión no es elegir lo bueno, sino el mal menor. Me temo que no hay buenos en esta película, y por eso el final se me antoja bastante difícil de adivinar.