El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
El desengaño no es equiparable a la deslealtad, a la infidelidad con la ideas o a renegar de las sustentadas. El desengaño, actitud inevitable y justificada, es consustancial a la posesión de creencias sólidas. Puede manifestarse pasivamente y conducir al silencio, pero también activamente, traduciéndose en un ejercicio de libertad e independencia, de rebeldía ante quienes imponen sus criterios interesados por encima del bien general, traicionando con su proceder las ideas que dicen sostener.
Desde luego no es el desengaño un sujeto sin valores, un pasota, como se quiere hacer ver simplistamente. Sólo se desengaña quien se siente engañado, y ello siempre requiere una comparación consciente entre lo que se quería y esperaba y la realidad. El desengaño es, pues, aquel que siente la frustración de ver denostadas sus ideas y esperanzas. El desengaño, al acumular en sí creencias basadas en la convicción, no suele derivar en su conducta hacia otras distintas y contrapuestas, aunque de modo interesado y sin escrúpulos quiera hacérsele aparecer como un ser voluble y sin convicciones, sino que mantiene firmemente sus posiciones, defendiéndolas sobre todo contra los propios, los que frustran su esperanza y en los que confió, repudiándolos normalmente más que a los contrarios, a los que suele respetar, disistiendo si mantienen su coherencia.
El desengaño es moneda común en esta España nuestra en la que la oligarquía partidista, los aparatos todopoderosos y autoritarios en sus comportamientos, han degenerado la democracia, los principios, el respeto y la virtud hasta supeditarlos a sus intereses electorales, cuando no más inmediatos y pobres de poder personal. Cómo no desengañarse cuando quienes tienen la voz te instan a callar los errores propios y propagar ampliando los ajenos o a estar siempre presto y dispuesto a defender las consignas que emanan de unos líderes incapaces que marcan las estrategias con olvido de sus más elementales obligaciones ideológicas. Cómo aceptar, como ejemplo, sumisamente que bajar impuestos es de izquierdas o de derechas, según quien gobierne, o que los recortes son necesarios o una afrenta en el mismo caso. Por no hablar de la privatización de la gestión de la sanidad o la educación cuando todos se comportan de similar manera. Datos hay más que suficientes para avalar esta afirmación. Dice Alfonso Guerra que la libertad es compatible con la coacción moral que obliga, bajo pena de destruir la propia fama, a asumir las órdenes recibidas, las estrategias inmediatas, las opciones que otros decidan. Por eso, el desengaño es opción de libertad, de rebeldía ante la presión de los más prestos a asumir obsecuentemente las consignas, de los que se dicen puros de ideas, cuando sólo son los más necesitados de ser aceptados por ‘su’ grupo, manteniendo una apariencia que pasa, obligatoriamente, por una renuncia a la identidad y coherencia personales.
Nadie puede conservar su propia estima, si la valora, acatando los vaivenes incomprensibles de quienes sin pudor transitan de un pensamiento a otro y de una conducta a la opuesta según sus conveniencias, con gestos graves y palabras solemnes pero vacías de convencimiento y verdad. Y así es cuando todo es relativo, cambiante, instrumental y supeditado a logros inmediatos.
El desengaño tiene su origen, pues, en la relatividad obscena de unos partidos que sólo buscan el poder por cualquier medio, sin importar para qué y cómo. Muchos también con la farsa irreverente de discursos contradictorios con la propia conducta. Y más con la desvergüenza de no poner remedio, primero a los propios errores y luego, con la legitimidad ganada, a los ajenos. Porque, si así no se hace, lógico es pensar que el que llegue perseverará en los mismos defectos, los disculpados, ocultados o silenciados.
Las encuestas del CIS demuestran, más allá del interés generalizado, un desengaño que se manifiesta en sus distintas facetas, desde el pasotismo a la indignación, a veces incontrolada y peligrosa también. Un gran espectro que obliga a volver a las ideologías, porque no es igual la derecha y la izquierda o, mejor dicho, no debería ser igual aunque ahora tanto se parezca. Y hablo de izquierda y derecha siempre en el marco de un sistema económico y social de economía de mercado, en el que se asienta nuestra Constitución pactada.
Seguramente por eso, muchos que se consideran conservadores se aparten del PP y otros muchos, ideológicamente opuestos, hacen lo propio con el PSOE e IU. Ni unos ni los otros representan valores claramente identificables en aquel marco real, pues los instrumentalizan tanto que al final los confunden y nos confunden. Aunque existan puntos comunes, muchos en una misma sociedad, las diferencias deberían destacarse para que la opción escogida no dependiera del sentimiento irracional de una sigla. Estas diferencias que se aprecian tampoco puede ser sustituidas, como estrategia que oculta la falta de proyectos efectivos, por la demagogia, el populismo, apelaciones a revoluciones tan absurdas como indeseables o por la recuperación del discurso de las dos Españas, que finiquitó la Constitución de 1978 aunque a algunos les pese y otros intenten recuperar.
(*).- En ZoomNews