Opinión

La Santa Risa

Antonio Aradillas | Miércoles 22 de octubre de 2014
NOTA: ‘Santa Risa’ no tiene aquí relación alguna con Santa Rita de Casia, cuya festividad se celebra el 22 de mayo y de la que la hagiografía asegura que su misión en la vida fue “callar, sufrir y rezar”. Casada a los 12 años con el noble Fernando Pablo, por imperativos familiares adscritos al castillo de Rocca -Porrena y a quien la devoción invoca como “abogada contra lo imposible y las causas perdidas”. La santa de mi comentario es la risa, definida académicamente como “movimiento de la boca y otras partes del rostro, que demuestra alegría”.


Y es que, sin necesidad de canonizaciones oficiales, la risa ha debido ser practicada e invocada en la Iglesia como santa. De cualquiera de los capítulos, acontecimientos, episodios y personas que se consideren propios y específicos de la Iglesia, y a los que la alegría, la felicidad y el gozo no sean su inspiración y su fuente, han de cuestionarse su religiosidad y su cristianismo.

En todas las razas y culturas de la humanidad, a la persona como tal la define su condición de “ser que piensa, que trabaja, que habla y que ríe”. Hubo épocas en las que tan radiante definición perdió el norte, y concretamente en la misma Iglesia la risa fue secuestrada y mal vista. Una falsa cita atribuida a San Juan Crisóstomo que afirmaba que “Cristo jamás se había reído” y la prohibición de San Benito de Nursia a sus monjes de “chanzas, y palabras ociosas que excitan a la hilaridad” explican en gran parte el secuestro de la risa en la convivencia católica.

Esto no obstante, Juan el Precursor, seguiría evangélicamente saltando de gozo en el vientre de su madre Isabel al ser visitada por su prima la Virgen María, San Pablo pronunciaría permanentemente a los filipenses “estad siempre alegres en el Señor, os lo repito: estad siempre alegres, porque el Señor está cerca”, y el evangelista San Juan aseguró que “al final habrá total alegría”.

En la misma historia de la Iglesia hubo tiempos, fiestas y lugares en los que la teología de la alegría perduró, alimentada, por ejemplo, en representaciones teatrales catedralicias en los Carnavales -Fiesta de los Locos- , con mención amorosa para la ‘risa pascual’, que le confirió nombre y argumentos al misterio de la Resurrección renovado por la liturgia todos los años. En gran parte y proporción, la liturgia popular de la risa perduró gracias a la propia Iglesia, pese a tantos y tan vanos intentos de proclamación de estar prohijada y ser ‘obra’ del mismo demonio.

Los cristianos, por cristianos, han de ser profundos y comprometidos devotos de la risa. La bondad, la belleza y la verdad, inherentes a todo planteamiento religioso cristiano, justifican en plenitud, y sin constreñimiento alguno, la expresión de la risa. La risa es evangelio. Es manifestación de fe en la resurrección del Señor y de la de todos y cada uno de nosotros.

La risa es palabra de Dios. “El cristianismo sería más creíble si los cristianos fueran más alegres”. La risa es salvación. Es medicina. Cura y restaura, con radiantes efectos en sí mismos y en quienes de alguna manera se establezca alguna relación que, en el caso de la Iglesia, y por aquello del Cuerpo Místico de Cristo, el radio de acción es imprevisible.

A los curas, obispos y a quienes el pueblo de Dios identifique con la jerarquía eclesiástica, se les exige una práctica de la risa expansiva y operativa. Si no saben reír curas y obispos, tienen extremadamente difícil -imposible- el ejercicio de su sagrado ministerio. Diríase que su vocación sería cuestionable a consecuencia de esta carencia.

La risa hace libres, en proporciones idénticas a como proclama y magnifica la realidad ontológica de la propia libertad inherente a la fe. Sin risa -en cualquiera de sus manifestaciones, congruentes y oportunas- no es de provecho la consagración a la palabra y a la actividad profesional en general, y menos a la religiosa.

No se ríen -ni pueden reírse- los intolerantes, los dogmáticos, los tiranos, los fanáticos, los caciques y los dictadores. Su absoluto menosprecio a la risa hasta les priva de la satisfacción que entrañaría reírse ‘de’ otro, por enemigo que fuera.

En cristiano, y cuando la risa es ‘con’ los otros, alcanza grados de complacencia muy confortables y reparadores, despejando los caminos de la felicidad con nosotros mismos, con los demás y con Dios. No confesarse de jamás, o pocas veces, haberse reído, añadiría más pecado al pecado.

Antonio Aradillas es sacerdote, escritor y periodista