Opinión

Tropezando en la misma piedra

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Año de 1640. Siete de junio, día del Corpus Christi. En Cataluña estalla una rebelión popular de los payeses y los segadores asalariados. La rebelión llega a Barcelona y dentro de la matanza generalizada de funcionarios reales, se masacra al virrey -por cierto, catalán- Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma.


La burguesía, que apoya fervorosamente la rebelión, termina forzando a las Cortes Catalanas a proclamar la República Catalana, adjurando de Felipe IV como conde de Barcelona. Los burgueses se arrepienten pronto de su decisión porque los menesterosos que son los que han llevado a cabo materialmente la rebelión se pasan por el arco de triunfo la efímera república y persiguen a muerte a la burguesía.

Estando así las cosas y debido al desgobierno generalizado, los gobernantes de la recién nacida república renuncian a ella y le prestan sumisión al rey de Francia, a la sazón Luis XIII, al que proclaman conde como Luis I de Barcelona, que nombra a un virrey francés y a funcionarios de esa nación. O sea, que salieron de Guatemala para caer en Guatepeor. Por lo tanto, desde ese momento el territorio de la actual Cataluña junto con el condado del Rosellón y parte de la Cerdeña -lo que llaman los nacionalistas catalanes de hoy la Cataluña Norte- dejan de pertenecer a España y pasan a depender de Francia. Los ejércitos franceses se establecen en Cataluña, a la que afluye una gran cantidad de comerciantes galos que, favorecidos por la administración de su país, le hacen una competencia feroz a los catalanes que pierden los privilegios propios de su Estatut.

Lo más curioso es que el germen de la revolución fue la negativa de las Cortes Catalanas a sufragar parte del ejército de Felipe IV o en caso contrario enviar como soldados a un determinado número de mozos. Ahora se encuentran con que tienen que costear a la fuerza un ejército francés de ocupación aposentado en Cataluña. Para no cansar con el tema, diremos que la situación se prolongó nada menos que 12 años, hasta que el ejército de Felipe IV en el año 1650 entra en Cataluña, aclamado -por cierto- por la mayoría de los catalanes, que estaban hasta el gorro de los franceses.De nuevo Cataluña pasa a depender del rey de España. Pero ya se sabe que cuando finaliza una guerra se firma un tratado de paz. En este caso, el llamado de los Pirineos, en virtud del cual Francia se queda definitivamente con el Rosellón y parte de la Cerdeña, separados para siempre de Cataluña y España. O sea, que los catalanes, por no contribuir con su parte alicuota al ejército de Felipe IV, como lo hicieron Aragón, Castilla, Vizcaya, Navarra..., tuvieron una revolución, una pérdida de soberanía con sometimiento a Francia durante 12 años, una guerra de recuperación de dos años, para quedarse igual que al principio. Bueno, igual que al principio no, porque Cataluña se desgajó para siempre una parte de ella: el condado del Rosellón y la Cerdeña catalana, en donde desde entonces impera el más genuino y acreditado centralismo francés.

Todo esto me lo ha recordado haber leído en los medios la ocurrencia que han tenido ahora los capitostes del Consejo de Transición Nacional para la Independencia de Cataluña, con el líder de ERC, señor Junqueras, a la cabeza. En vista que mantener un ejército de la ‘señorita Pepis’ le costaría a Cataluña unos 4.000 millones de euros al año, han pensado en tres opciones: una, no tener ejército; otra, tener un cuerpo mínimo de élite, como Islandia, que tiene sobre 300.000 habitantes (Cataluña alcanza casi los 7 millones); y la mejor de todas: firmar un acuerdo de defensa con Francia. Es decir, salir de la soberanía española para cedérsela a Francia. Porque el país vecino, como es lógico en la remota posibilidad de que contemplara esta ocurrencia, supongo que pediría algo a cambio. Y como dinero no iba a ser, pediría soberanía. Y sería una soberanía a la francesa, es decir centralismo en estado puro con sometimiento a París. Aparte de ser los independentistas catalanes ignorantes en historia y por lo tanto estar condenados a repetirla, hay que ser melón para salir de un Estado descentralizado al máximo para integrarse en otro absolutamente centralista.