El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Debo confesar que siento un profundo respeto por nuestras Constitución, una norma surgida en un momento complejo de nuestra historia y que respondía y aún responde a las exigencias del Estado social de derecho. La norma que ha permitido gobernar a derecha e izquierda sin necesidad de reformarla es sus aspectos esenciales. Y una norma que, por su calidad técnica, fruto de la calidad de sus autores, permite la eficacia directa de los derechos fundamentales que se recogen en todos los textos internacionales.
Se pide, no obstante, por movimientos ciudadanos y partidos minoritarios, abrir un proceso constituyente, del cual, sin embargo, poco se conoce en su contenido y lo que se ha propuesto, en buena medida, no precisaría de ese proceso constituyente o bastaría una reforma de la legalidad ordinaria. La exigencia de una nueva Constitución, además, por lo que se puede intuir, no serviría para satisfacer las preocupaciones de los ciudadanos, ya que las justificaciones o reivindicaciones que se plantean son sustancialmente políticas, no compartidas generalmente, imposibles de consensuar o inútiles para reforzar el modelo social, para cuya recuperación no se aportan soluciones válidas, que entren en el modelo atacado por la economía especulativa.
Así las cosas, abrir ese proceso constituyente puede, a los que piden su desarrollo, depararles muchas sorpresas no queridas. Una vez iniciado y dada la conciencia colectiva, que convendría pulsar más allá de los cercanos, pueden suceder hechos no deseados por quienes se creen que la sociedad va a asumir sin fisuras sus reivindicaciones políticas. Esto es algo que deben valorar quienes parece que no han tomado la temperatura correcta a la calle y presumen un levantamiento social inmediato. Remover ciertas cosas puede resultar en una dirección distinta a la que promueven los que instan el proceso constituyente.
Que haya que entrar alguna vez a discutir la forma de Estado no me parece mal. Pero, hoy, a los ciudadanos no parece que les preocupe la Monarquía. Porque el modelo republicano, en sí mismo y como tal no va a regenerar el modelo social y la crisis. Que hay que reformar el sistema de partidos es evidente. Pero, bastaría con modificar la Ley de Partidos y ahí, seguramente, los ciudadanos no apostarían por otra cosa que por reducir el papel de los actuales, recuperando la institucionalidad y devolviendo al Estado y a sus organismos funciones que le han sido hurtadas por los aparatos de los partidos. De la misma forma, no me equivoco si afirmo que la sociedad desea menos políticos, menos privilegios, menos financiación, más democracia interna a la hora de confeccionar las listas, que podrían ser abiertas... Es decir, lo contrario de lo que piden quienes instan a un proceso constituyente con el ánimo puesto en modificar el bipartidismo, lo que exige la multiplicación de la representatividad y más políticos. Mal producto para ser hoy vendido.
Tampoco me equivoco si digo que la sociedad, de abrirse el melón, podría optar por cargarse el Título VIII de la CE y apostar por una sensible reducción del sistema autonómico. No por profundizar en el hecho diferencial catalán y vasco, que se concreta en más dinero para ellos. No por el derecho a decidir. No por sanidades y derechos educativos diferenciados. El riesgo del proceso constituyente es que culminará en un resultado diametralmente contrario al previsto. Querer regular los derechos sociales como directamente reclamables al Estado es cosa que debe analizarse con el cuidado que hay que poner en las propuestas que se saben imposibles, pero que son susceptibles de mover conciencias o manipularlas, lo que se reconoce como demagogia. Ojalá fueras posible que el Estado garantizara un trabajo y una vivienda. Pero el Estado no puede hacer funcionarios a los seis millones de parados u ofrecer una vivienda a todo el que no la tiene. Otra cosa es que empecemos a pensar en renunciar a ser propietarios y a fomentar la vivienda pública de alquiler. Pero esto es compatible con la actual Constitución. Una proposición como la hecha, convertir los derechos sociales en directamente aplicables y exigibles es fruto de la utopía, hermosa, pero formulada ahora tiene todos los visos de buscar otro objetivo, tal vez un espacio político en una izquierda tan fragmentada que es obligatorio diferenciarse como sea.
El tiempos de tribulación no hay que hacer mudanzas, decía Ignacio de Loyola, consejo que quiero trasladar a quienes no parecen entender que, cuando las aguas están revueltas, cualquier cosa puede suceder.