Opinión

Cuando se disfraza la realidad

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Superados los viejos tiempos de la libertad, la igualdad y la fraternidad, los nuevos revolucionarios se preocupan ahora por asuntos tan prosaicamente ‘pequeño-burgueses’ como el pago o impago de la hipoteca. Eso parece ser, al menos en España, el estandarte de las organizaciones tituladas de izquierda que últimamente acuden al método un tanto extremo de intimidar a los gobernantes en sus domicilios, sobre todo si son del Partido Popular, por medio del escrache.


Que la izquierda abogue por la propiedad (privada) no deja de ser una contradicción entre los términos, pero conviene tener en cuenta de que estamos en la España tardofranquista que cifró en el pisito y el cochecito (¿se acuerdan del 600?) los símbolos de prosperidad de la clase media. Este es, a fin de cuentas, un país de rentistas que abomina del trabajo y de la producción industrial de bienes sobre los que prefieren fundar su desarrollo otras naciones entregadas a la herejía luterana.

Parece lógico, por tanto, que incluso la izquierda teóricamente partidaria de la abolición de la propiedad salvo que sea del Estado, centre aquí sus inquietudes en la condonación de las hipotecas, la dación en pago de los pisos y otros asuntos de parecido orden inmobiliario. No se contradice gran cosa ese programa de defensa del patrimonio privado con el pensamiento utópico que históricamente han impulsado las revoluciones; pero es que estamos en la conservadora España, tan devota de la propiedad
Prueba de ello es que, técnicamente, a lo españoles se nos considera más ricos que los mismísimos alemanes. Un informe publicado recientemente por el Bundesbank lo proclamaba días atrás al cifrar en 285.000 euros el patrimonio medio de un ciudadano de España, cantidad muy superior a los escasos 195.000 que posee -entre propiedades y dinero en efectivo- el súbdito de Ángela Merkel.

La fácil explicación a ese contrasentido es que un 83 por ciento de los españoles disfruta de vivienda en propiedad (frente al 44 por ciento de los alemanes), aunque esta sea compartida a medias con el banco que le prestó el dinero para adquirirla. El truco reside en que esos pisos están sobrevalorados en extremo tras el estallido de la burbuja inmobiliaria que, a su vez, dejó sin trabajo y sin ingresos a los más de cinco millones de españoles arrojados al paro. El Bundesbank no miente en sus cálculos de riqueza, pero ya se sabe que la estadística es una forma como otra cualquiera de disfrazar la realidad.

Lo cierto es que la vivienda dejó hace bastante tiempo de ser en España un bien básico para convertirse en una inversión mucho más productiva que la de las acciones en Bolsa durante el reciente auge del negocio de la construcción. Convencidos de que ese negocio piramidal del ‘Monopoly’ nunca dejaría de proporcionar réditos, los apostantes del ‘casino inmobiliario’ jugaron a comprar y vender pisos en una ruleta del hormigón que les garantizaba premios de entre el 100 y el 200 por ciento de la suma invertida. la cosa desde luego no estaba nada mal.

Como era de prever, la avaricia de los jugadores y la alegría crediticia de las cajas de ahorro acabó por hacer saltar la banca, con el resultado de que los daños ahora los tengamos que pagar todos los contribuyentes vía impuestos y -lamentablemente- algunos de los compradores con la pérdida de sus viviendas. Sorprende, si acaso, que sean plataformas y organizaciones acogidas a la etiqueta de la izquierda las que ahora defiendan -de modo tan extremo- el sagrado concepto conservador de la propiedad, aunque no más sea la de un piso. Será, pienso yo, que izquierda y derecha andan algo confundidas en estos tiempos de declive de las ideas.