Opinión

Y no es un cuento chino

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Cuentan las crónicas chinas, dos mil años antes de Cristo, que el imperio estaba regido por los mandarines, a los cuales se encargaba de la administración del día a día de ciudades, aldeas, barrios, etc. Tenían los mandarines un poder absoluto y una formación acorde, pero debían rendir cuentas al todopoderoso Emperador.


Como éste no se fiaba en absoluto de ellos, nombraba paralelamente a inspectores rigurosos e implacables, los ‘Ko-lao’ (que formaban un colegio autónomo) con la misión de espiar a los mandarines. Estos tenían que declarar en fechas establecidas de antemano las faltas cometidas durante su mandato y si tal confesión no cuadraba con la de los inspectores eran castigados en público con del látigo y degradados, lo que ocurría con frecuencia. Tal estado de cosas sorprendió a los pocos viajeros europeos que se aventuraban por el celeste imperio, que luego hablaban y no paraban de la paz que reinaba allí, en comparación con la de sus respectivos países.

La delación era la norma. Una norma eficaz, puesto que el ojo que todo lo veía no se le escapaba nada. La paz y la estabilidad dependían plenamente de esta sencilla regla. El miedo hacia el resto.

No ha cambiado sustancialmente la situación en China, puesto que al Emperador le ha sustituido el Partido, cuyo ojo, a pesar del caos en que se desenvuelve el desarrollismo chino, todo lo ve. Además, en refuerzo de tan drástica Constitución, una suerte de moral social, llamada confucionismo, hoy reivindicado y restaurado, rige en todos los ámbitos de la sociedad, la familia, la amistad, la vecindad, el comercio y cualquier otro aspecto de la vida privada y pública. Todo está prescrito y minuciosamente regulado.

Debido al éxito actual de China - a la que se mira con envidia por sus altos niveles de rendimiento (un capitalismo con dictadura)-, a su apabullante modelo de crecimiento y niveles de empleo alcanzados, obviamente la falta de libertades y de democracia, no es de extrañar que se pretenda extrapolar e importar a nuestra sociedades. Así que, en la tierra de la libertad (?) y la democracia (?), que se supone que es la nuestra, se incorpora cada día con mayor énfasis la fórmula confuciana, para lograr más eficacia en el mantenimiento de la paz social.

La propuesta es sencilla. Así como la única instancia verdaderamente libre en China es el Emperador, hoy partido único, en Occidente la única instancia libre es el Capital que, ciertamente, es más anárquico aunque cumple idéntica función. Todo lo demás debe ser regulado estrictamente para evitar que la sociedad se desestabilice.

Así que necesitamos más disciplina social, mucha más. Una disciplina que, por otra parte parezca fruto de nuestro libre albedrío- de manera que hay que regular hasta los últimos detalles el comportamiento, fijar las costumbres. El pensamiento y el ocio. Hay que regular a los parados, extremar las medidas punitivas dirigidas a los pobres diablos, incrementar las multas; hay que regular también la vida privada y familiar, y, si es posible y hasta donde alcancen los medios técnicos, espiar la vida de cada cual sin quitarle el ojo de encima. La protesta, aunque consentida a regañadientes, debe ser cuestionada y responsabilizada; los sentimientos y afectos deben asimismo someterse a normas rigurosas que prueben su inocuidad. La seguridad debe prevalecer ante todo.

Y si ello no bastara, debería nombrase a ‘Ko-laos’ por todas partes, en el parlamento, los partidos políticos, las asociaciones, municipios y demás dudosos órganos colectivos, para que se chiven al Emperador, es decir, al Capital y se les pueda disciplinar con el látigo. ¡Viva el Capital y viva Confucio! ¡Y viva Kafka!