Tomás Alcoverro.- Corresponsal de La Vanguardia en Oriente Medio. Publicado en la revista ‘Periodistas’
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Tenía 20 años. Nunca permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida” Me gusta repetir esta frase escrita por Paul Nizan en 1932 en su bello libro Äden Arabie, prologado por Paul Sartre. La envidia de la belleza, de la ilusión, de la energía de la juventud ha sido breve sobre todo después del cataclismo que ha precipitado nuestra sociedad occidental “alegre y confiada” a un tiempo de injusticias e incertidumbres.
En el periodismo, en eso que se llama periodismo, los jóvenes, bien preparados, políglotas, viajeros, con gran facilidad de adaptación a las circunstancias más cambiantes, son arrinconados a situaciones profesionales precarias y humillantes. La condición de freelance de los españoles en el extranjero clama venganza al cielo.
Por mi tiempo he tenido la suerte de ejercer el oficio de corresponsal “titulado” -atitré, como dicen los franceses- ininterrumpidamente desde 1970. He vivido la época dorada de esta profesión sobre la que hace años pronunciase Lluis Foix la magnífica conferencia ‘Su excelencia, el corresponsal’. Entonces los corresponsales eran “los ojos” de sus medios informativos, contaban con la confianza de los directores, el respeto y la admiración de la redacción.
Recuerdo que en la década de los sesenta, las cortas visitas de corresponsales como Augusto Ussia, Carlos Sentís, Ángel Zúñiga, Tristán La Rosa o del olvidado Cristóbal Tamayo a La Vanguardia eran acontecimientos en la monotonía de nuestro anónimo trabajo en la redacción. Además de alcanzar un estatuto profesional envidiable, la remuneración en aquellos años era atractiva. Al empezar en otoño de 1970 mi aventura de corresponsal cobraba 1.000 dólares mensuales- 60.000 pesetas-, cuatro veces mi sueldo de redactor.
El corresponsal gozaba de una cierta aureola social. Durante el franquismo, España fue un país pobre y sobre todo ensimismado. Pocos eran los que podían viajar al extranjero, los que sabían hablar alguna lengua como el francés o el inglés. Un paralizante complejo de inferioridad aplastaba a los españolitos que se atrevían a andar por el mundo. Los corresponsales eran ciudadanos privilegiados que vivían en un ambiente de libertad en los países democráticos. Algunos participaron en Washington, en París, en Londres, en Roma, en plataformas e iniciativas políticas para combatir la dictadura. Otros estaban, por el contrario, apegados al régimen. Lo que atraía más de este oficio era poder escribir con libertad, viajar, estar lejos de la redacción y de aquel país que los europeos consideraban que era el principio de África.
El tiempo fluye. Está muy de moda hablar de la irremisible extinción del corresponsal, del corresponsal clásico, con una situación laboral garantizada. La pavorosa crisis económica más que todas las nuevas tecnologías, más que la dictadura del instante, de la información como espectáculo, ha dado al traste con una profesión atípica, que había sido liberal, un tanto excéntrica y elitista.
Hubo corresponsales en España y en el mundo de gran valor literario. Modesto escritor en periódicos, creo que si la prensa escrita puede salvarse es por la calidad de sus reportajes, de sus artículos, de sus informaciones. Reivindico el estilo literario de la crónica, un género cultivado por destacados periodistas. El paso del tiempo, tan bien descrito por Marcel Proust, me ha convertido en eslabón de una larga tradición de corresponsales de España en el extranjero, en el decano de los corresponsales españoles, y quizá también no españoles, en Oriente Medio, en Beirut.
¿Qué es periodismo en el siglo XXI? La revista Capçalera del Colegio de Periodistas de Catalunya, publicó hace unos meses una caricatura muy expresiva. En ella se veía un grupo de periodistas con cámaras fotográficas y libretas de notas precipitándose al lugar del suceso donde una avioneta, con un elefante a bordo, chocó contra al azotea de un edificio, a los que se les adelantó un niño muy rápido. “Habéis llegado tarde”, les dice el propietario, “aquel niño que corre ya ha colgado la noticia en Internet”.
Cuando hay “más información que conocimiento”, como ha escrito Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, cuando el esfuerzo de escribir, leer o, simplemente, de cultivar la memoria se debilitan, nosotros, los pequeños dinosaurios, todavía podemos ser de gran utilidad. Enrique Ibáñez, veterano periodista de la agencia EFE, al recoger en Segovia el último Premio Cirilo Rodríguez nos emocionó a todos. Se le humedecieron los ojos al decir que esperaba que no se extinguiese este, nuestro oficio de corresponsal.