Guillermo Cardenal
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Primera escena.- Un niño, de unos 6 años, está con sus padres junto a la plaza de España de El Escorial, aguardando en el paso de cebra para cruzar la calle. A 15 ó 20 metros, una pareja de policías locales pasa olímpicamente del asunto y atraviesa la avenida de la Arboleda por donde mejor les viene. El niño, que espera pacientemente, pregunta con toda su inocencia: “¿Por qué esos policías pueden pasar por ahí y nosotros no?”; el padre trata de salir del paso y responde: “Bueno, tendrán que ir rápido para hacer su trabajo, pero nosotros tenemos que pasar por el paso de cebra”. La respuesta podría haber estado bien si hubiera coincidido con la realidad, pero ésta se empeñó en contradecir al bienintencionado papá, de modo que los citados agentes, sin mayor prisa, se quedaron a las puertas del Ayuntamiento, después de que hubiese quedado claro que lo de los pasos de cebra no iba con ellos, suponemos que por la bula que les da el uniforme.
Después, claro, habrá clases de educación vial en los colegios, circuitos con señalización horizontal y vertical; un ceda el paso, un stop, un semáforo y lo que haga falta. También un Policía Local, o dos, diciendo a los alumnos que nunca, nunca, nunca se debe cruzar por donde no está indicado. ¿Y de qué sirve todo esto si después van los municipales e incumplen algo tan básico como esto, en un lugar donde, además, los niños suelen estar jugando? ¿Con qué autoridad pueden los padres decir luego a sus hijos que esperen a que el semáforo esté en verde para los peatones o que sólo crucen por los pasos de cebra?
Segunda escena.- Rotonda junto al parque del parque Lorenzo Fernández Panadero. Un vehículo de la Policía Local estaciona en doble fila y entra al estanco situado en esta misma zona; no tarda mucho, es verdad (apenas un par de minutos), pero lo suficiente para que dos coches no puedan pasar y tengan que esperar a que el agente vuelva de lo que, pensando bien, podría ser la entrega de una notificación; el policía (que ya podía haber ido andando) sale con un paquete de tabaco y el vehículo retoma su marcha. Bien: no deja de ser una anécdota, pero no estamos ante el mejor ejemplo para evitar los dobles estacionamientos en la vía pública, que acaban complicando el tráfico de manera innecesaria. Todo ello, además, en un entorno en donde es habitual encontrarse con coches aparcados incorrectamente, en prohibido, en medio de los pasos de cebra o invadiendo las ya de por sí exiguas aceras. ¿De verdad es tan difícil intentar poner orden y que el centro del pueblo no se convierta en un pequeño caos donde cada uno hace lo que le viene en gana? Pues sí debe serlo, porque día tras día la situación se repite sin que nadie parezca tener interés en poner remedio.
Tercera escena.- Un coche aparca junto a la oficina de Correos, en una hermosa línea amarilla -ya saben, esas que indican que no se puede aparcar-; una zona que, por otra parte, es especialmente estrecha para los peatones. Una madre con un carrito de bebé tiene que ir prácticamente por el medio de la calzada. Cruzando la calle, a las puertas del Ayuntamiento, una pareja de policías habla tranquilamente (del tiempo, de Mourinho, de la crisis, de los días moscosos… vaya usted a saber). El coche sigue allí, sobre la línea amarilla; su conductor, parece, estará en Correos y debe ser que hay jaleo. Pasan cinco minutos, seis, siete… A los nueve minutos de reloj sale de la oficina, pero no crean que se apresura a quitar su vehículo; cruza la calle y, ¡adivinen!, saluda a uno de los agentes. Nada, otros dos minutos y, entonces sí, despeja la parte de la calle que había invadido con absoluta impunidad.
Bah, poca cosa, pensarán algunos, pero lo cierto es que también aquí se trata de dar ejemplo. Igual la solución pasa por extender las clases de educación vial a quienes se supone que ya deberían tener la lección bien aprendida.