Antonio Aradillas | Miércoles 22 de octubre de 2014
El de la sexualidad fue, es y será tema de actualidad sempiterna en la Iglesia. Los medios de comunicación así lo testifican en diversidad de versiones. Predicaciones, cartas pastorales, homilías, ‘post’, confesionarios, sermones, avisos y manifestaciones para-litúrgicas... son instrumentos y medios por los que la llamarada de la sexualidad no se apaga nunca en el proceso de la educación de la fe y en la proclamación de las verdades eternas.
Diríase que cuando a clérigos y a obispos, no les entusiasman, o no les interesan, otras verdades incomparablemente más comprometidas también para ellos mismos, y más en consonancia con el testimonio y el mensaje de Cristo Jesús, suben al ‘ómnibus’ del aleccionamiento y aprendizaje del sexto mandamiento de la Ley de Dios inscrito en las tablas de piedra de Moisés, del que se consideran expertos.
En mi archivo periodístico conservo copia de una entrevista efectuada en el año 1969 a Marc Oraisón, sacerdote, médico, psicoterapeuta y uno de los hombres “conciliares” más conocidos en Francia y en todo el mundo, recordándome las escenas vividas por él en el Santo Oficio Romano, al condenar este uno de sus libros dedicados a la sexualidad y la Iglesia.
“El marco era grandioso y triunfalista, por emplear una palabra del Concilio. Me encontraba solo, perdido en un amplio salón, profusamente decorado, sentado sobre un canapé: Pizzardo, jefe supremo del Santo Oficio, después del Papa y Ottaviani, su adjunto. Empezó a hablar el primero: todavía resuenan en mis oídos algunas de sus frases. esta fue la ideal general: mi libro era pernicioso y “perturbaba las costumbres”, ponía la moral en peligro; para una buena educación de la sexualidad, nada mejor que el miedo al infierno y una alimentación a base de féculas”. En cuanto a los futuros sacerdotes, me dijo textualmente: “Para la pureza en los seminarios, no hay como el terror, -miedo al infierno-, a los “spaguetis” y las alubias verdes...” El cardenal Ottaviani, que hasta entonces no había pronunciado ni una sola palabra, me anunció lisa y llanamente que mi libro había sido condenado y se encontraba ya en “el Índice de Libros Prohibidos”.
Confieso que la “alimentación a base de fécula” -no así el miedo al infierno-, me era desconocida hasta entonces. Mis referencias patrióticas estudiantiles, propias de los campamentos en el servicio castrense, se centraban en exclusiva en las dosis de bromuro que, convenientemente administradas se inoculaban en el organismo de los militares presuntos, con la intención de “angelizarlos”, evitándoles malos pensamientos y pésimas tentaciones, y así graduarse también en la “santa” asignatura de la educación sexual.
Al experto teólogo, conocedor de las realidades humanas -hombre y mujer- le pregunté que era eso del amor, contestándome sorprendentemente de la siguiente manera: “amar es querer que el otro sea una persona autónoma”. Al pedirle un consejo para los jóvenes, estas fueron sus palabras: “Les aconsejo que permanezcan constantemente jóvenes, abiertos a todo, aún a lo que ni siquiera conocen, y dispuestos siempre a problematizar aún aquellos que ahora tienen”.