Opinión

Un pan con unas tortas

El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
El espejismo de la Diada fue eso, un simple espejismo. Artur Más, el iluminado, el ‘Moisés’ del separatismo catalán, se quedó, el pasado domingo, con plumas (es decir sin mayoría absoluta) y cacareando (sin compañeros para apoyar su secesionismo). Ahora su ruleta rusa pasa por echarse en brazos de Esquerra Republicana o del PSOE y la elección no va a ser fácil para el aún president. Por ello creo que es el mejor momento para hacer un breve repaso sobre lo acontecido en los últimos años en nuestro país, concretamente sobre lo relacionado con ese presunto cabreo generalizado contra el Estado español por parte de un independentismo que crece y se encoge como un acordeón, según vayan los acontecimientos.


España a lo largo de su azarosa historia, que tiene un punto de inflexión y emergencia en la época de los Reyes Católicos, con el descubrimiento de América y la unión de los reinos de Castilla y Aragón, del que formaba parte Cataluña, ha sufrido en su curtida piel de toro, primero los avatares, después las miserias y grandezas inherentes a su rango de potencia hegemónica que a lo largo de los años y siglos venideros, ha ido declinando.

Las luchas cainitas e intestinas, la intransigencia, quizá la arrogancia y el desgaste de las guerras nos fueron debilitando hasta convertirnos durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX en una nación convulsa y atormentada, que buscó sin encontrar una clara identidad que le permitiera reencontrar el antiguo ‘estatus quo’ que otras potencias como Francia, Inglaterra, Alemania y la propia Italia fueron capaces de mantener.

Sería largo y prolijo analizar cuáles fueron las causas de nuestra decadencia política y de desarrollo, desde los mismos tiempos en que fuimos grandes en territorios. Con excepciones contadas hemos sido muy mal gobernados por monarquías corrompidas en su propio origen y hemos sido presa de un absurdo fundamentalismo religioso, que nos ha constreñido en aras de esa confesionalidad a dar la espalda a muchas fuentes del saber, algo imprescindibles para el desarrollo integral del individuo.

Es evidente que el nacionalismo extremo nos ha debilitado como país, ha ensangrentado con frecuencia nuestro territorio y ha generado un caldo de cultivo insolidario y de confrontación que nos ha ido alejando de sentirnos un todo; con diferencias y peculiaridades como cualquier otro colectivo, pero un todo. La dictadura franquista combatió ese nacionalismo con otro de carácter clientelista, excluyente y en extremo jacobino y opresor que barrió cualquier código cultural diferenciador entre comunidades, arrasó y prohibió el uso de idiomas que son patrimonio cultural común, lo que acrecentó, sobre todo en las clases políticas excluidas, un sentimiento de revanchismo no siempre sincronizado con el clamor popular amortiguado por la creencia de libertades, pero cuyas prioridades, en gran medida, tampoco pasaban por la búsqueda de una escenario de secesión o independencia. Hoy, a pesar de las apariencias, creo que esas ansias más obedecen a la ambición de determinadas castas políticas y a su cortejo de clases oligárquicas que a un empuje espontáneo de la ciudadanía.

La llegada de la Democracia y la apertura del terreno político, volvió a recuperar en Cataluña, Euskadi y Galicia la aspiración del autogobierno que en primera instancia no iba más allá de un reconocimiento identitario con la palabra ‘nacionalidad histórica’ como símbolo máximo de ese reconocimiento en el articulado de la Carta Magna que el Gobierno de Adolfo Suárez comenzó a elaborar. La aprobación de la Constitución instaura el modelo de Estado Autonómico de dos velocidades reguladas por dos artículos que fueron motivo de discordia por sus tiempos de aplicación y la cantidad de competencias transferidas, pero creo que aquí se perdió la oportunidad histórica de articular un Estado Federal, y lo fue por las presiones del nacionalismo histórico y la propia impericia de los gobernantes a los que faltó priorizar la consolidación de la democracia antes de desarrollar el proceso autonómico,. Se actuó con prisa sin acotar el terreno de juego con unos límites claros y un articulado que favoreciera un escenario más estable y mucho más vertebrado en su esencia.

El sistema elegido ha sido un crónico aplazamiento de la solución final a un problema identitario por el que siempre seguimos a la greña. El daño es, a fecha de hoy, irreparable al menos en una generación. Ha generado un desarraigo y una aversión a lo español en comunidades como Cataluña y Euskadi que resultan mortíferas para nuclear el país. Sus señorías han hecho un pan con unas tortas, por no decir algo más irreverente.