Rafael Jiménez (*) Subdirector de Biblioteca en la Universidad Nebrija
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Algunos lectores se verán sorprendidos por la revelación de algo que quizás no supieran o apenas sospechaban .Otros, más consientes, se atuvieron en su momento a las condiciones de compra y suscripción de documentos impuestas por el proveedor a quien adquieren la música o los libros para su dispositivo electrónico.
Hablamos de canciones, textos y otros documentos por los que pagamos un dinero en concepto de uso y disfrute... pero no de propiedad. Y nos despachamos en los medios con la noticia de que las colecciones electrónicas que atesoramos desde que disponemos de herramientas para su acceso, adquisición y reproducción, no son nuestras y, por tanto, no podemos hacer con ellas cuanto nos venga en gana.
Estos documentos cuentan con restricciones de copia y también- para quienes todavía no se lo habían planteado- de transmisión en el tiempo a nuestros herederos; noticioso asunto este último a resultas de la supuesta intención de demanda de una famosa multinacional por parte del actor estadounidense Bruce Willis, quien reclamaría que sus colecciones electrónicas puedan ser legadas a sus herederos dado el marco de condiciones legales asociadas a la venta y distribución de esta información digital.
No es objeto de este artículo discutir de aspectos jurídicos del acceso, posesión, uso, transmisión, derechos y obligaciones alrededor de la documentación electrónica, más si alertar a todos cuantos se encuentran confundidos por su naturaleza -que dispone ventajas pero también desventajas que se nos pretenden opacar- de las condiciones a que nos sujetamos al aceptar el tránsito desde el paradigma analógico tradicional a uno electrónico que se viste, déjenme decirlo claro, de luces y sombras.
No podemos renunciar a estas revolución impuesta pero sí exigir determinadas condiciones sobre el tablero de juego al que nos sentamos, porque aquí jugamos todos y nosotros lectores-consumidores, tenemos un as en la manga -como siempre que hay dinero de por medio- que deberíamos utilizar.
Si aceptamos las reglas del juego tal y como vienen debemos atenernos a ellas como expresión de un modelo que triunfa en otros lugares. La alternativa es la renuncia hasta que se abra una lógica menos lesiva de nuestras necesidades y expectativas. ¿No hay tradición en España para un modelo de pago por uso?; ¿tenemos incorporado a nuestra cultura un concepto de propiedad al que nos aferramos?; reclamemos un modelo que se acerque a nuestra tradición o cambiemos de naturaleza. Atendamos bien las reglas del juego, y si no nos gusta no lo juguemos.
Los tiempos cambian y parece que nuestra colecciones físicas de libros, vinilos, CDs, casetes y películas empiezan a pasar a la historia; sus sucesoras están sujetas a unas leyes muy distintas, algunas de las cuales no son determinantes y deben ser examinadas más severamente de lo hecho hasta ahora, pues podrían reclasificarnos desde la categoría de poseedores y poseídos. Todo ello sin querer dejar a un lado el problema de la conciliación entre el derecho de autor y el derecho a la copia y reproducción del material electrónico. Pero ese es otro debate.