El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Vaya pollo el que se ha montado con las declaraciones de la señora Cospedal, presidente (sic) de la Comunidad de Castilla La Mancha, sobre el sueldo de los parlamentarios¡ Los afectados, prudentemente, no se han pronunciado, sobre todo, creo yo, porque consideran, como los ricos, que es de mala educación hablar de dinero.
Sin embargo, en los medios de comunicación y en las “cartas al director” de los diferentes periódicos nacionales se han dejado ver opiniones para todos los gustos. Creo que la discusión puede prolongarse hasta el infinito, como en todas las cosas, sobre todo si no nos ponemos de acuerdo antes sobre las premisas. Y en este caso sería bueno definir cómo es un político. Porque según a la conclusión final a la que llegue cada uno, la opinión pude variar sustancialmente.
Un político es, o debe ser, una persona que siente un irrefrenable ataque de altruismo que le lleva a dedicar su tiempo a la cosa pública con el único fin de mejorar el estatus de sus conciudadanos y de su nación, que viene a ser lo mismo.
Ahora bien, esa dedicación ¿debe ser ocasional o debe ser de por vida? Porque ahí está la madre del cordero. En mi modesta opinión, la política no debe ser una profesión. Todavía me acuerdo cómo al principio de la Transición -en mi ingenuidad- me escandalizaron las declaraciones de una persona cuando el entrevistador le preguntó por su profesión y el interpelado, sin cortarse un pelo, le dijo que era político. Porque yo creía entonces que los políticos tenían que ser abogados, picapedreros o serenos que durante un tiempo se dedicaban a servir a sus conciudadanos poniendo en orden los diferentes escalones del Estado de la forma más eficaz. Pero la cosa no ha derivado por ahí. Ahora la inmensa mayoría de los que se dedican a la política, saltan de un cargo a otro hasta que quedan inhabilitados por la edad o caen en desgracia de los líderes de su partido.
Fuera de esta realidad vamos a plantear el tema desde el punto de vista teórico considerando las dos posibilidades, es decir, el que se dedica ocasionalmente a la política y el político profesional. En cualquiera de los dos casos, en mi modesta opinión, los políticos deben cobrar, si bien tanto los emolumentos como las exigencias deben ser diferentes, según el caso.
En el caso de los políticos, vamos a llamarles ocasionales, los que se dedican durante una temporada más o menos larga a la cosa pública, el sueldo que cobran debería ser igual a su última declaración de la renta, naturalmente con las consiguientes subidas que tuvieran el resto de los trabajadores. Así se evitaría que algunos se ‘metieran’ a políticos con el único fin de mejorar su estatus económico. Naturalmente, las dietas serían para todos igual, pero nunca superiores a las que perciben los funcionarios cuando tienen que desplazarse por motivos de trabajo.
Hay quien defiende la opinión de que la política es muy compleja y que por lo tanto debe estar en manos de profesionales. Bien, en este caso el sueldo debe estar en consecuencia con la responsabilidad que desempeña el político, pero amigo mío, la cualificación profesional debe estar a la altura de tan altos fines. En este caso se le debería exigir al que quisiera ser político que demostrara unos vastos conocimientos, sobre cómo organizar el Estado y las consecuencias de sus actos.
Porque una persona no puede llegar a ocupar cargos de responsabilidad ‘profesionales’ solamente por el hecho de estar todo el día en la sede del partido, desde su adolescencia, haciendo fotocopias, llevando papeles de un lado para el otro o cogiendo el teléfono, hasta trepar al sillón de ministro. Lógicamente, para poder atender este tipo de quehaceres antes ha abandonado sus estudios o la posibilidad de aprender un oficio para ganarse la vida. Esos políticos profesionales no han sufrido (y gozado) jamás de la realidad de la vida y por ello se encuentran seriamente inhabilitados, aunque ellos no lo sepan y actúen de buena fe, para organizar la vida de sus conciudadanos dictando leyes desde sus escaños.