El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
No se trata de fraudes, estafas, despilfarros, robos o adulteración de productos. Se trata de un uso del dinero público, es decir de todos, para enriquecimiento personal o financiación, al margen de la ley, de instituciones como organizaciones o partidos. Encuentro ciertas inercias en el modo de hablar de este tema que creo merecen algo más de reflexión.
Primero: “Es cosa de políticos”. Falso. Por supuesto, no es de todos los políticos. Conozco a muchos de ellos (y en más de dos partidos) que se merecen toda confianza y por los que me sometería al ritual medieval de poner la mano en el fuego. Pero es que tampoco es únicamente de políticos. Basta dar un vistazo a la punta del iceberg que emerge en los medios para ver que los cargos de libre designación no están exentos del peligro de cometer tal abuso. Pero tampoco los funcionarios por oposición: jueces, policías, aduaneros, expendedores de carnets o certificados que ocupan también este panteón ilustre.
Segundo: “Esto en otros países no pasa”. Pues sí que pasa. Hay un montón de encuestas que lo muestran y otras tantas noticias que lo confirman en Italia, Francia, Inglaterra... En algunas encuestas, al preguntar si la corrupción es más o menos frecuente en la clase política, se responde mayoritariamente que es “el modo habitual de actuar el Congreso”. Se trata de Estados Unidos. Y si se pregunta si en los últimos meses ha tenido que pagar una coima para conseguir un determinado ‘favor’ por parte de quien tiene en sus manos concederlo, el porcentaje de los que responden afirmativamente cambia de país a país, pero en ninguno es cero. Transparencia internacional publica todos los años un índice de percepción de la corrupción del que no se salva nadie.
Tercero: “De todas formas, es cosa de grandes cantidades”. Pues no necesariamente. Existe la corrupción-dinosaurio, la que tiene que ver con los grandes equipamientos, obra pública o armamentos (que son sectores muy corruptógenos a escala mundial), pero también existe la corrupción-mosquito, el regalo que hay que hacer al político o al funcionario en pago por los servicios prestados o para facilitar que los preste en el futuro. En Brasil se le llama ‘jeitinho’, el pequeño gesto que sirve para ‘aceitar’ una relación o acelerar un trámite o generar amistades duraderas con quien puede.
Cuarto: “Es preocupante”. Eso dijo Robert Zoellick como presidente del Banco Mundial: “La corrupción les roba a los pobres, mina la competencia justa, distorsiona la asignación de recursos, destruye la confianza del público y socava el estado de derecho”. Pero no parece que preocupe a votantes que siguen votando a evidentes corruptos porque o no le dan importancia al asunto o porque no se lo creen. Y, a pesar de las apariencias, no preocupa a los políticos que utilizan el tema como arma arrojadiza contra la corrupción de los demás, mientras callan sobre las corruptelas en el propio patio. Si de verdad les preocupara, habrían puesto en práctica (no en papel) algunas de las numerosas medidas que hay para evitarlas y, en su caso, detectarlas. Lo más que han hecho son, sin mejorar prevención y detección, códigos de conducta que no obligan o leyes restrictivas o aumento de penas que, por lo general, lo que hacen es proporcionar nuevos caminos para los corruptores profesionales (porque la corrupción, como el tango, es cosa de dos. Al menos)
Quinto: “Es inevitable”. Pues ahí sí que estoy de acuerdo. Entre las imperfecciones del ser humano está la codicia más frecuente de lo que sería de desear. Codicia que, curiosamente, no se distribuye igualmente en todos los estratos sociales. Desde ese punto de vista, siempre habrá demanda de ‘favores’ que permiten el enriquecimiento rápido y abundante. Por otro lado, como dicen algunos de sus defensores, la corrupción es un medio de introducir eficiencia en el sistema, saltándose trámites engorrosos y dándole al dinero una aceptable velocidad de circulación. Como he dicho, ese ‘jeitinho’ seguirá existiendo y se seguirá usando nuestro dinero como si fuera de ‘ellos’ (y ‘ellas’). Si, encima, el votante no reacciona ante el asunto y hasta hay destacados miembros de no menos destacados partidos que dicen que no es un tema del que hacer bandera, los argumentos para intentar reducir su nivel pierden fuerza. No se considera asunto importante por más que desde algunos puntos de vista, sea preocupante. Así que mejor dedicarse a otros asuntos y no al modo con que se gestionan nuestros dineros. Pero no me cansaré de repetirlo: se trata de nuestros dineros.