El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Aquellos que sufrimos en nuestro entorno las terribles consecuencias de la crisis en la que estamos inmersos no podemos responder con resignación y longanimidad, sino que debemos denunciar aquellas injusticias que atenten contra la dignidad del ser humano, al menos en los términos y condiciones que tipifican y avalan la Constitución española y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Lo que no debe hacer la prensa seria es ni caer en el conformismo acomodaticio, ni aprovecharse el sufrimiento ajeno para pasar de contrabando según qué postulados ideológicos. Bien al contrario, debe servir de azote de conciencias, de altavoz veraz, de transmisora imparcial de las vergüenzas y desvergüenzas de aquellos que, ostentando el poder y los privilegios, no hacen nada para invertir esa cornucopia de la que se nutren unos pocos dejando fuera a la mayoría. Todo esto viene a cuento hoy porque el domingo de la semana pasada, la Defensora del Lector del diario El País daba cuenta de una denuncia que realizaba una abogada de Vitoria que, curiosamente, afirmaba haber conocido en sus tiempos las precariedades del racionamiento. La antedicha lectora se preguntaba hasta qué punto era necesario que dicho diario estuviese empapado de “negras previsiones” y un evidente, según ella, “exceso de pesimismo”. Añadía que, del mismo sufrimiento que le generaban los “alarmante titulares” del mencionado medio, al leerlo le “daban ganas de meterse en la cama y no levantarse más”. Fue tal la vehemencia de sus argumentos, que la propia defensora, Milagros Pérez, aceptando como compartida esa “inquietud” se vio obligada entablar un debate sobre estas dos preguntas: ¿Contribuye la cobertura mediática de la crisis a la propia crisis?¿Alimentamos desde los medios la cultura del miedo y la desconfianza?