El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Todos hemos padecido la traición de alguien a quien habíamos entregado nuestro afecto, cuando no nuestro amor más entero. En un caso o en otro, siempre nos ha costado un enorme esfuerzo creer aquello que nos estaba pasando: el amigo al que has entregado afecto y tiempo, dinero y lealtad;
la amante a la que te has entregado tu por entero, a despecho de convencionalismos y reconvenciones públicas o privadas; el socio al que has rescatado del fondo de la nada para encumbrarlo a la cima de los negocios, hasta hacerlo rico a rabiar y que después te hunde o te deja tirado; yo qué sé la cantidad de ejemplos que podríamos seguir poniendo para que todos nos podamos ver representados. En todos y en cada uno de esos casos nos cuesta creer que no está sucediendo lo que vemos. Confiábamos en aquella personas y nos cuesta admitir que nos haya perdido el exceso de confianza, pero quizá de un modo inconsciente, tendemos a admitir que fue ese exceso de confianza el que nos desarboló, el que nos dejó indefensos. Y nos quedamos tranquilos, al menos dentro de lo que cabe. Quizá lo que nos haya vuelto indefensos no haya sido el exceso de confianza, sino la ausencia de la imaginación necesaria para poder prever cualquier contingencia: la serenidad precisa para cortocircuitar las posibles salidas de aquel o de aquella en cuyas manos hayamos puesto más cosas de las debidas. ¿Habrá que tener una imaginación maquiavélica? ¿Habrá que ejercitarse en ella? Es de suponer que sí. la pregunta es para qué. Vivir en ese perpetuo estado de desconfianza requiere un tipo de personalidad que no todo el mundo es capaz de ejercitar. Convivir con alguien sobre quien estés pensando que te la puede pegar requiere mucho temple y no todos lo tenemos.