José M. Asencio
El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
No entiendo muy bien esa insistencia del PP en declararse partidario de la represión penal extrema y hacerlo al calor de una campaña electoral en la cual nos jugamos cosas más importantes, máxime cuando se trata de propuestas que influyen directamente en los sentimientos más primitivos de las personas. Porque proponer la cadena perpetua revisable, lo que es una novedad en sus planteamientos, parece indicar que en España el Código Penal es en exceso permisivo, cuando sucede exactamente lo contrario, y que sólo la “mano dura” es la solución para afrontar la criminalidad. Y es curioso, no obstante, que esta reforma anunciada no vaya acompañada de ninguna otra para combatir la corrupción, lacra social auténtica frente a la que parecen adoptar la pasividad como cultura. Igual que los que se van. No hay diferencia.
Hace dos años publiqué un artículo sobre el tema, que ahora reproduzco en parte ante la insistencia del PP en reiterar una propuesta que, sin duda, no tiene otra pretensión que la de ocultar la ausencia de un programa económico en el cual los recortes serán la norma, tal y como ya están acreditando en los lugares en los que gobiernan.
En España existen penas máximas de privación de libertad que pueden llegar a los 20, 30 e, incluso, 40 años, las cuales, sin excepción, se cumplen íntegramente, pues íntegramente es sinónimo de inexistencia de beneficios que acorten la duración de la prisión, pero no de que exista un sistema penitenciario progresivo que permita, en función de la gravedad del delito, de la conducta del penado y de las previsiones de su reinserción social, pasar de un grado a otro, llegando a la libertad condicional en el último estadio de la condena, tras pasar, en su caso, por un régimen abierto que prepare al recluso para su vida en sociedad. Este modelo progresivo, no automático en ningún caso, sino valorable atendiendo al penado, es consecuencia directa de lo establecido en el artículo 25 de la Constitución, que expresa que las penas se orientan a la reinserción y rehabilitación del reo, siendo éste, por imperativo constitucional, el fin último y el principio que debe regir el Derecho Penal. Que la pena tenga esa finalidad no es incompatible con que cumpla, adicionalmente, un papel retributivo y proporcional a la gravedad del delito, pero, en caso alguno, esta última función puede excluir de hecho a la constitucionalmente prevista como esencial. Una interpretación excesivamente flexible, que sitúe ambos fines al mismo nivel, parece contraria a la letra y al espíritu de nuestra ley fundamental.
Por eso, la cadena perpetua como tal es impracticable en España, por oponerse frontalmente a la finalidad rehabilitadora que la Constitución establece como marco del sistema punitivo. Es imposible que quien es condenado a priori perpetuamente pueda rehabilitarse e insertarse en una sociedad a la que nunca ha de regresar. No hay reinserción social si el condenado no ha de volver a la vida civil en libertad y carecería de sentido toda labor llevada a cabo en los centros penitenciarios por los equipos de profesionales que realizan el tratamiento personalizado en cada recluso con la vista puesta en prepararlo para la vida en libertad.
Esa es la razón por la cual se propone un híbrido, la llamada cadena perpetua revisable, que se traduce en una pena indefinida sujeta en su duración a la efectiva rehabilitación del delincuente tras el paso de un plazo determinado. Pero esa propuesta incurre en contradicciones legales y constitucionales complejas que la hacen también de difícil admisibilidad en el marco de nuestra Constitución, por mucho que en otros países esté vigente. Porque si la medida se establece para aquellos delincuentes de los que no se espera la rehabilitación, nada habría nunca que revisar y carecería de sentido una condena revisable y, si es posible la rehabilitación, debe, a mi juicio, mantenerse con penas indefinidas, no dejando al arbitrio de terceros ajenos al juez decisor y al margen de las previsiones de una ley previa y objetiva. Que sea un tercero distinto a quien impuso la pena plantea incluso problemas en relación con la cosa juzgada y con el juez legal constitucional. El sistema propuesto, en realidad, se traduce en una condena indeterminada en su duración sujeta a la condición de la rehabilitación del reo y aunque la misma no se oponga al artículo 25 de la Constitución, al no desatender la función rehabilitadora, sí lo hace a otros preceptos de esta norma y a principios que considero básicos en el derecho penal humanista que es propio de países democráticos. En primer lugar, porque el principio de seguridad jurídica (artículo 9 de la Constitución) actúa como límite a este tipo de condenas, ya que el derecho a saber el grado de respuesta del Estado ante un hecho es irrenunciable y garantía ciudadana frente a ese mismo Estado, siendo la indeterminación directamente atentatoria a una norma esencial que rige todo el ordenamiento jurídico. En segundo lugar, porque la pena se ha de establecer en atención a la gravedad de los hechos, no a las condiciones de la persona, por lo que toda indeterminación que atienda sólo a la evolución de la conducta para su concreción, subordinando la entidad del hecho a esta última, no es otra cosa que manifestación de un hecho real de autor, desterrado de nuestros sistemas a la vez que sus manifestaciones inquisitivas. En tercer y último lugar, porque afecta al derecho a la igualdad ante la ley, ya que, ante unos mismos hechos, la duración de la pena variaría en atención al sujeto, su conducta y condiciones, lo que parece difícilmente admisible sin serios reparos.