OPINIÓN
ALFREDO FERNÁNDEZ | Miércoles 22 de octubre de 2014
Juan José Padilla sufrió en Zaragoza una de las cornadas más salvajes y brutales que se recuerdan. Las imágenes encogen el alma y ponen el corazón en un puño. No merece la pena describir lo sucedido porque a estas alturas la cornada que le infirió el toro de Ana Romero al ciclón de Jerez ha dado la vuelta al mundo. Es estremecedor lo que pasó y un milagro que el torero haya logrado salvar su vida. Ahora toca salvar al hombre, con la posible pérdida de su ojo izquierdo y una parálisis facial permanente. Luego veremos si vuelve el torero, aunque conociendo la casta y raza que tiene Padilla, seguro que lo consigue.
La lección que está dando ahora es de gran hombría y con una fuerza de voluntad total. Un amor propio, un ánimo y unas agallas que demuestran la categoría humana que tienen los toreros ante situaciones tan adversas. Muchas veces olvidamos lo que los diestros se la juegan, y desgraciadamente deben ocurrir hechos tan dramáticos como este para dar verdad y grandiosidad a este espectáculo, puesto tantas veces en entredicho.
Después de unas semanas donde tenía la sensación de que la integridad de la Fiesta la cortan muchos taurinillos de medio pelo, el percance de Juan José Padilla ha venido a decirnos que el toreo tiene una verdad y una pureza que no existe en ningún otro espectáculo.
También hay que tener un reconocimiento para toda la familia del torero. Ni un reproche, ni una mala palabra, ni un mal gesto. Un accidente de la profesión, nada más.
Padilla, que podrá gustar más o menos, es un torero con una personalidad arrolladora y que ha pagado un peaje demasiado alto, con 38 cornadas en sus carnes. Su raza y valor merecen el reconocimiento de todos. ¡Fuerza, Padilla!