El Faro | Miércoles 22 de octubre de 2014
Tenemos la discutible sensación de que nos jugamos más con los vaivenes de la prima de riesgo que con la energía nuclear. Ambas son invenciones del ingenio (y la osadía) humano pero sus perjuicios son distintos: una amenaza la buena vida y la otra la vida sin más.
¿Qué bien preferimos? No, no está nada claro. La posibilidad de una catástrofe del mercado es más inquietante quizá por su cercanía (el mercado es una suerte de panteísmo que nos cerca, nos cubre y nos traba), mientras que el colapso nuclear se mide en kilómetros de distancia. Cuando hace seis meses los tremendos terremotos provocaron el desastre nuclear de Fukushima, el mundo sufrió una notable impresión que se fue desdibujando en proporción inversa a la distancia geográfica y temporal con Japón. Aún así las cifras y las consecuencias visibles del cataclismo son terribles. Más de 155.000 personas se quedaron sin casa tras abandonar ciudades como Minamisoma y Namie. De ellas, 100.000 fueron evacuados forzosos y otras 55.000 abandonaron voluntariamente en distintas áreas de la prefectura de Fukushima que no estaban en las zonas de exclusión establecidas por el Gobierno japonés. El entorno de la central será inhabitable durante décadas y seguramente acabará convertido en un cementerio nuclear.
El pasado martes otra explosión atemorizó el sur del Francia. Uno de los dos hornos del complejo nuclear de Marcoule, dedicado al tratamiento de los residuos radiactivos, saltó por los aires. Hubo un muerto y varios heridos, pero según el Gobierno francés no se han detectado afortunadamente fugas. Los defensores de le energía nuclear, aún con el miedo en el cuerpo, se apresuraron a distinguir la “catástrofe natural” que causó el desastre de Fukushima del “accidente industrial” que le costó la vida al operario francés de un complejo en el que trabajan más de 3.000 personas. Es verdad: no hay comparación posible entre una calamidad y otra, pero el riesgo nuclear está en el trasfondo de ambas. Y sin embargo, frente a la prima de riesgo y los devaneos de los mercados, el uso de la energía atómica no interesa, en apariencia, al ciudadano común ni al ciudadano gobernante. En las semanas inmediatas a la tragedia de Japón hubo cierto debate y algunos países, como es el caso de Alemania, tomaron la determinación de deshacerse poco a poco de sus centrales nucleares. Pero el resto, pasado el susto y apagado el debate, regresó a los problemas cotidianos, es decir, a los económicos, los que atentan, como dijimos antes, contra la buena vida más que contra la vida misma.
Y así seguimos, salvo que los afectados secundarios del estallido del horno de la central nuclear francesa incluyan una ligera e imprecisa llamada a la reflexión. La pregunta, pues, es la siguiente: ¿Habrá, de aquí al 20-N, algún partido que especifique sin ambigüedades su posición al respecto?